La demencia es algo raro en los individuos –pero en los grupos, los partidos, los pueblos, las épocas, constituye la regla. Nietzsche. Más allá del bien y del mal
El 2 de mayo entraron a robar a mi casa. Como en el cuento del absurdo, lo único que se llevaron fue el anillo de compromiso del matrimonio que dejé hace 8 años más o menos. El monto que se llevó el ratero es considerable para mí: el valor sentimental implicaba pasar la estafeta a mis hijas. ¿Quién descubrió la profanación? Mi actual pareja quien, al margen de la pérdida, experimentó la furia de sentirnos profanados. No seguiré contando la historia doméstica de la pérdida de seguridad porque se parece a mil un más que suceden cada día en este país. Me quedo con un sentimiento que preocupa y que, percibo, es un virus con el que ya aprendimos a vivir los mexicanos.
Mi sensación hoy, francamente, es alivio. A fuerza de leer cotidianamente historias de horror, muerte y asesinato, se cae en la franca locura de pensar: “¡Qué buena onda, no nos hicieron daño físico!”. Claro que al momento de contemplar la escena, la locura se apoderó de mi espíritu y corrí con los guardias de seguridad del conjunto habitacional, a gritarles en todos los tonos que conozco y a recetarles el catálogo de insultos que he coleccionado desde niña y hasta mis 50 primaveras. El incidente retrasó mi intención de escribir para etcétera, sin embargo se sumó a la idea de texto que hoy escribo. Percibo que vivimos en un país cada vez más enojado, no es sólo idea mía, pues el secretario de Salud José Narro Robles se expresó de ese modo en una entrevista para Milenio, incluso señaló que el problema de seguridad en México comienza a ser un asunto de salud pública, pues perturba el ánimo de tal modo que lleva a la población a la depresión y hasta la locura. No es extraño que se derive hasta la camisa de fuerza, si tomamos en cuenta que Maslow ponía en el segundo escalón de la pirámide de necesidades básicas (después de las fisiológicas) el sentido de seguridad. La ira por esta sensación de inseguridad se encuentra, en tiempos electorales, más que presente; no entraré en la disputa entre el secretario y AMLO sobre la responsabilidad del hecho, pero me resulta evidente que la violencia electoral enemista a partidarios y partidistas que buscan imponer su visión con la certeza de que la única solución es aquella que perciben del lado de sus preferencias políticas. Pero la verdad es que no hay paz para un país furioso.
Historia de la ira
Antes de ir atando cabos ante mi reflexión de un país herido, siento pertinente acudir al Diccionario de los sentimientos de José Antonio Marina y Marisa López Penas para clasificar y clarificar la emoción que hoy nos secuestra. Dicen los autores que toda forma de ira pertenece a la tribu sentimental del odio. Una narrativa que emerge a partir de un obstáculo, una ofensa, una amenaza que altera la marcha de las cosas, lo que irrita a los sujetos y provoca un movimiento contra el causante. Comienza por el enfado, que presupone una ira leve entre dos personas, devenida del desagrado, cansancio o aburrimiento. Le sigue el enojo, que es más individual, pero a diferencia de la tristeza (que la detonan las faltas), todo argumento basado en emociones de odio proviene de un agente o circunstancia, de una presencia que causa malestar. En la cromática de estas emociones, siguen la ira y la cólera, que mantienen cierta compostura, a diferencia del furor y la furia, cuya intensidad desemboca en la locura y la venganza. Cuando la ira envejece, se queda en el alma como enfermedad crónica para convertirse en rencor plagado de odio pleno.
De ahí que nuestro secretario de Salud exprese su preocupación por la salud mental que se desprende de un estado de inseguridad individual y una desvalía social. Claro que el asunto no es sólo local: Jaques Atalí, el prospectólogo francés, ya advertía en su Diccionario del siglo XX que este milenio sería testigo de una pandemia de locura; en la misma sintonía, el economista Richard Layard, en su libro La felicidad: lecciones de una nueva ciencia, recomendaba que el gasto público se destinara a la atención de este creciente padecer.
La sociedad del cansancio
Coincide también que, mientras esto me preocupa, leo La sociedad del cansancio de Han, Byung-Chul. Entre furia, ira, locura y cansancio, Byung-Chul va esclareciendo, al menos para mí, este mundo emocional en que vivimos.
El autor sostiene que cada época tiene sus enfermedades preponderantes, subraya la existencia de una época bacterial que “…toca su fin con el descubrimiento de los antibióticos” y sostiene que no vivimos en la época viral:
El comienzo del siglo XXI, desde un punto de vista patológico, no sería ni bacterial ni viral, sino neuronal. Las enfermedades neuronales como la depresión, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), el trastorno límite de la personalidad (TLP) o el síndrome de desgaste ocupacional (SDO) definen el panorama patológico de comienzos de este siglo.
“La espina”, de Raúl Anguiano
El autor recupera a Baudriliard y comenta que la época inmunológica era mediada por la división entre el adentro y el afuera, el amigo y el enemigo, lo propio y lo extraño. La respuesta: repeler todo lo extraño. Para la genealogía baudrillardesca, el enemigo, el agente que enciende la ira, en una primera etapa se identifica metafóricamente con el lobo: “…un enemigo externo, que ataca y contra el cual uno se defiende construyendo fortificaciones y murallas”. Posteriormente, el enemigo adopta la forma de una rata, opera clandestinamente y se combate higiénicamente. Al final se transforma en escarabajo y por último en virus, “…que se hallan en el corazón del sistema… un enemigo fantasma que se extiende sobre todo el planeta, que se infiltra por todas partes, igual que un virus, y que penetra todos los intersticios del poder”.
Byung-Chul dice que en el escenario posmoderno no hay diferencia ni enfermedad viral: existe una normalización de lo otro, una hibridación que hace de inmigrantes, de refugiados, del otro, una carga y no una amenaza. La promiscuidad presente da paso alas enfermedades neuronales:
Consisten en estados patológicos atribuibles a un exceso de positividad. La violencia parte no solo de la negatividad, sino también de la positividad, no únicamente de lo otro o de lo extraño, sino también de lo idéntico. Por lo visto, es a esta violencia de la positividad a la que se refiere Baudrillard cuando escribe: «El que vive por lo mismo perecerá por lo mismo».
Habitantes de un mundo hipercomunicado y sobreinformado (lo que señala el exceso y no la pertinencia), nos sentimos anestesiados, incapaces de responder de forma adecuada. Agresivos ante el oponente en ideas, agradecido ante la rata que invade la intimidad, pero al fin no se llevo todo, o nos lastimó poco, como en el síndrome de Estocolmo que se acaba por agradecer al verdugo. Una especie de violencia de la positividad, que resulta de la superproducción, el superrendimiento o la supercomunicación, y que para nuestro autor ya no es “viral”.
Convertidos en “Animal Laborans tardomoderno” y dotados de un ego explosivo, reaccionamos de cualquier forma, menos pasivamente. Conscientes de una vida sin trascendencia, de una existencia efímera, somos habitantes de narrativas líquidas, de microhistorias que nos tornan hiperactivos e hiperneuróticos.
El méndigo y solito Yo
“Me vale madre”, de Rogelio Naranjo
Antes de proseguir con este emotivo animal tardomoderno, me desvío por el Diccionario razonado de vicios, pecados enfermedades morales para consultar lo relativo al ego, al egocentrismo. El autor, Jorge Vigil, remite a la tendencia a relacionar toda realidad con uno mismo. Nos recuerda a Rousseau, quien distingue entre amor de sí (como tendencia la autoconservación) y amor propio (como perversión egoísta, fruto de los seres posesivos, principio de encono y división social). Me quedo con la epígrafe del Diccionario del Diablo de Ambrose Bierce mientras subo mi nueva selfie a mis redes: “Egotista.- Una persona de mal gusto, más interesada en sí misma que en mí”. Qué fresca y actual suena la definición, me digo mientras prosigo con mi lectura del texto de Vigil. Para Platón, el egoísmo contradice el compañerismo y la amistad que unen al Cielo y la Tierra, amantes primigenios que en el orden griego dieron paso al todo. Fernando Savater rescata al ego señalado por Aristóteles (egoísmo de quien se centra en lo mejor y más noble del yo) y tan dañado por la propaganda cristiana. Para Savater, el egoísmo es el interés por la propia plenitud vital (indicio de cordura) versus egotismo, que es la creencia alucinada de que nada es real salvo nuestro ego, síntoma de las peores locuras individuales y colectivas. Para Durkheim existe una evolución en la idea del egoísmo social que se debe al desarrollo de la autonomía individual a la par de una alta solidaridad entre los roles sociales. El verdadero vínculo y la verdadera noción central de la sociedad moderna debiera ser la de persona, que difiere de la idea de egoísmo como defensa del yo por una defensa del individuo genérico.
Solitos y aislados, excluimos las voces que nos afrentan y se nos oponen, desdeñamos la distracción que nos acerca al duelo; odiamos al hincha de la ideología contraria y agradecemos al verdugo que no nos aniquila. Embotados, empachados de información, ansiosos de volver al trabajo, embriagados por la locura de sentir velozmente la vida que se escapa, que no nos promete ningún “Continuará…”.
Sagrados o excluidos
Padecientes –nos dice Byung-Chul– de la legendaria muerte de dioses e ideologías, expulsados de una narrativa trascendente, nos debatimos entre el Homo sacer, seres excluidos de la sociedad, como los judíos en un campo de concentración, los presos en Guantánamo, los sin papeles, los asilados que en un espacio sin ley que esperan su expulsión, o los enfermos vegetantes enchufados en la unidad de cuidados intensivos; y el Homini sacri, humanos sagrados, absolutamente inaniquilables.
Como excluidos, afectados por trastornos neuronales que nos suman en el cansancio, la furia, la ira o la ataraxia depresiva, el animal tardomoderno (los posmodernos), a diferencia de los cautivos en el campo de concentración o los marginados tras los muros y campos de refugiados, “está bien nutrido y no en pocas ocasiones, obeso”.
Los humanos sagrados no necesariamente tienen religión o partido. Tienen tiempo para pensar y reaccionar, para mesurar su respuesta, para llorar sus pérdidas y asimilar sus duelos. Reconocen en cada igual un germen (o será gen) que lo vincula. No se permiten la locura porque aceptan la mesura de comprender que ante la fisura, ante el asombro de lo efímero, tan sólo nos queda un momento fuera para pensar.
Así me quedo, presa de la contemplación ante mi propio asombro, ante la locura mía y ajena, en espera de que el tiempo que va de prisa no nos convierta en excluidos, solos, locos incomprendidos.