Soy hombre: duro poco y es enorme la noche. Regina Freyman Soy hombre: duro poco y es enorme la noche. Pero miro hacia arriba: las estrellas escriben. Sin entender comprendo: también soy escritura y en este mismo instante alguien me deletrea. Octavio Paz
Desterramos a Cronos como lo hubieran hecho Zeus y sus hermanos en el mito griego. No puedo creer que pasé dos horas desnuda con 20,000 personas y 25 minutos en posición fetal sintiendo el frío del asfalto del Zócalo, corazón histórico y social de mi país. El tiempo fue el gran ausente en un festejo de nuestro cuerpo. Escuché la convocatoria para la fotografía de Spencer Tunik un día que paseaba por una carretera, jamás había considerado desnudarme en público pero la idea anidó en mis entrañas por muchos motivos: por mi condición de mujer en una sociedad todavía machista, por mi edad y aspecto que no son el paradigma de la belleza perfecta, icono del consumismo y porque siempre he sido una extraña liberal en un país, que hasta hace muy poco presumía conservador. Tenía que enviarme un mensaje a mí misma y a quienes me rodean, dejar registro de que me amo y asumo con el físico que tengo y que miles de mujeres compartimos, que es las páginas de un libro que registran los juegos de la infancia marcados en rodillas y codos; las manos de un hombre que lo ha tocado ávido como si fuera el cuerpo de la Venus misma; las estrías en el vientre pequeñas inscripciones de seres para quienes fuimos hogar y que parecen decir a la distancia “Estuve aquí” firmado por Mariana o por Andrea. Es un cuerpo que se irá eclipsando y que debía fijar ante mis ojos y para la historia en señal de agradecimiento. Mi primer sorpresa fue cuando mi esposo se mostró entusiasmado con la idea y me prestó todo su apoyo, fue cómplice, chofer y estuvo dispuesto a esperar cuatro horas. A medida que la fecha se acercaba sentí miedo, el miedo primitivo de la indefensión, pensé en la posibilidad de ser agredida o lastimada en una condición que sospechaba inferior: ¿Cómo correr o defenderte sin ropa? Es algo que hemos olvidado. La naturaleza humana se me fue develando, primero cuando para mitigar el temor pensé que debía ir acompañada por unos amigos y descubrí que sigo siendo un animal de manada. Mi amigo Juan y mi amiga María estaban felices de ir también y comenzamos a planear. Hoy son mis amigos más íntimos, pienso festejar con ellos todos los 6 de mayo hasta que nuestros cuerpos sólo sean un punto en una fotografía colgados en la pared de un museo. Juan y yo somos amigos de parejas, es deci,r Paty su esposa y Leonardo mi marido, él y yo somos más que hermanos y era difícil romper el tabú y el recelo de saber que estaríamos desnudos sin nuestras parejas y cómo haríamos en adelante para convivir vestidos. Pensamos que lo más saludable era separarnos ya en el evento; la noche anterior decidimos lo contrario, permaneceríamos juntos para sentirnos resguardados por la amistad, dándonos valor y sirviendo de cortina si encontrábamos a alguien del pasado que no quisiéramos saludar. A las tres de la mañana nos subimos al coche Juan, Leonardo, María y yo, mi nerviosismo era tal que no paraba de hablar. La primera sorpresa fue el tráfico a esa hora en el centro de la ciudad. Uno de los pasajeros del coche vecino comenzó a gritar ¡Nos vamos a encuerar! Y los cláxones comenzaron a sonar, era como el llamado del jefe de la manada para indicarnos la ruta, la adrenalina se tiño de solidaridad. La multitud para entrar al Zócalo era impresionante y debimos hacer una fila que abarcaba dos cuadras con nuestra hoja de registro en mano. Los rostros y cuerpos eran múltiples, todos los colores y edades, la paleta de un gran pintor comenzaba a desplegarse. Ya formados quise ser grabadora y cámara para registrarlo todo y paulatinamente deje de ser yo. El eco de la música comenzó a desnudarme por dentro, recuerdo la canción de la selva que se oía en las bocinas instaladas en la calle y luego “The sounds of silence” daban pie al respetuoso avance de pies ansiosos por ser admitidos. Al acercarse la hora el orden fue cediendo y todos se colaban para no llegar tarde a la cita. El Zócalo estaba desnudo y dispuesto a recibirnos, era sublime ver el sitio limpio que en otras ocasiones es invadido por vendedores ambulantes, manifestantes y automóviles. Era nuestra tierra lista para acogernos de vuelta, para recordarnos en un abrazo que seguimos siendo suyos y que nunca ha dejado de pertenecernos aunque la basura y las consignas la empañen. Nos sentamos en el asfalto miles de vestidos dispuestos a encuerarnos. Las prisas eran tantas que unos llegaron de bata otros de pantuflas o las manos nerviosas de otros más desabotonaban las camisas presurosos como amantes ansiosos. Ya sentados todos éramos amigos, platicábamos sin recelo y nos contábamos chistes o nuestros motivos para estar ahí. Hermanos de cabellos pintados, tatuados, niños nice o viejos, personajes que en otro ámbito hubieran causado nuestra desconfianza. “Nosotros nos vinimos a escondidas de nuestros papás “nos contaron una pareja de novios que adoptamos María, Juan y yo. ¡México, México! Fue el grito de batalla y los Goyas de la UNAM me hicieron sentirme orgullosa de ser mexicana y producto de CU, y es que me atrevería a decir que en este país no hay institución más querida que la UNAM para quien no dejaron de sonar las porras. Los condones como globos blancos volaban de mano en mano dignos de una fiesta de los cuerpos. Desde el Hotel Magestic nos observaban los fotógrafos y la prensa. Ellos voyeuristas mirándonos y riendo con cervezas en la mano, nosotros sobrios pero ebrios de entusiasmo éramos parte de un grupo privilegiado, éramos los festejados. “De la sierra morena cielito lindo…” Nos pusimos a cantar y del balcón salió una de las organizadoras para pedirnos paciencia pues el sol debía salir por el este. El comentario suscitó la risa y las burlas a la pobre portavoz. Tunik salió por el balcón y agradeció nuestra presencia, como eco llevaba a un pobre traductor nervioso que también fue blanco de nuestras burlas. El escenario era sublime, la catedral a contra luz; el Palacio Nacional y el corazón Azteca se podía oír latiendo debajo del asfalto que nos daba asiento. El momento llegó, Tunik en una grúa y con papel en mano comenzó a leer un brevísimo discurso (muy pertinente en tiempo y palabra) para congraciarse con nosotros y darnos instrucciones. Luego volvió a subir al balcón y desde allí nos dijo que nos quitáramos la ropa. No vi a nadie dudoso, la ropa salió al instante para esperarnos en montoncitos dispuestos como puntos suspensivos en una página negra. La libertad que experimentamos se quedó con nosotros y el cuerpo y su desnudez tomó para siempre otra actitud y otra dimensión. La verdadera belleza hizo su aparición, un cuerpo colectivo y rebelde que fluía rosado y moreno apostándoos en las baldosas de la plaza de la Constitución. Tomamos cada uno un recuadro de piedra, esa era la indicación y desde el edificio del hotel se desplegó la imagen de la primera postura la A. Nos volvimos A y escribimos un mensaje: los mexicanos somos muchos, rompemos récord y no somos tan conservadores como creíamos. Las escrituras en la piel eran múltiples y cada quien llevaba su historia puesta: una pareja de homosexuales corpulentos que parecían la viva imagen de la virilidad se acariciaban discretos con manos fornidas. Uno de ellos llevaba la cola del diablo tatuada a la espalda y una pareja de lesbianas se tomaban de las manos ostentado sus alas de ángel, una las llevaba rosa y la otra azules. Los rebeldes no se quitaron los aretes de genitales, orejas y narices; una chica llevaba a la espalda una cicatriz que le recorría desde el cuello y hasta el cóxis y uno entendía el dolor que algún día supuso. El ingenio mexicano tuvo voz y gritó a todo lo que pudo ante la desesperación de Tunik que nos pedía silencio y orden para no perder la carrera contra el sol. ¡Chingue su madre el Spencer! Grito un osado --El cuadro que está en el Palacio Nacional debe llenarse—ordenó Tunik a lo que le contestamos que llevamos sexenios esperando que se llene. Nos pidió que saludáramos a la Bandera invisible que uno podía imaginar ondeando desde el esqueleto de su asta. Saludamos y volvimos a gritar ¡México, México! para que el mundo nos oyera. Era tiempo de pasar a la posición B y nos tendimos en las piedras para oír de cerca el rumor de la tierra. La frescura del piso nos dio abrigo y miramos al cielo como seguro no habíamos visto antes. Las cabezas en dirección del asta bandera y fuimos bandera, poque quién necesita un pedazo de tela para decirnos que somos México. La Posición C se esperaba con temor. Debíamos acostarnos en posición fetal, llevó tiempo que los cuerpos se resignaran y bajaran la cabeza. ¡Digan güisqui! Gritó uno y rompió el silencio de nuevo. Enconchados con la cabeza hacia la Catedral parecíamos árabes reverenciando a la Meca. El cuerpo entumido regresaba a su posición original y se olvidó del tiempo y del frío. Más adelante nos dispersamos pues debíamos ir hacia Madero y formar una flecha. La indicación del fotógrafo fue que nos abrazáramos y así lo hicimos. Nos tocamos y nos miramos conmovidos. Llegaba el momento de las mujeres. ¡Norberto Rivera el pueblo se te encuera! El instante fue climático, nos pidió a todas que nos acercáramos hacia Palacio Nacional mientras que ellos iban a vestirse. ¡Mujeres, mujeres! gritamos con una fuerza inusitada ¡Sí al aborto, sí al aborto! Se perdió la frontera corporal y ese espacio que como burbuja nos protegía ante la presencia de los hombres se desinfló (antes jamás nos rozamos y el miedo masculino se manifestaba con albures y advertencias cada que se nos pedía que nos echáramos para atrás). Pero el desnudo existe ante otro vestido y la indignación femenina gritó ante los hombres con ropa que nos fotografiaban y gritaban piropos, olvidando la complicidad que hacía un rato nos arropaba por igual. Olvidamos a los hombres y nos tocábamos y sonreíamos, nos tiramos de lado en el piso a los pies de Palacio (la mano en posición fálica apuntó hacia el balcón presidencial) rodeando las comisuras de la entrada a la estación del metro (las entrañas de la ciudad). Los torsos y piernas recargadas unas sobre otras como olas de río, hijas y hermanas, madres absolutas. La sesión había terminado y debíamos volver a nuestra ropa, los hombres avergonzados nos esperaban con nuestras bolsas de vestidos en la mano y nos aplaudían en recuerdo de su origen, mexicanos de mucha madre y a toda madre. Fuimos uno sólo y escribimos un mensaje con la esperanza de que muchos y por muchos años nos deletreen.