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Regina Freyman

Nuestro propio maltrato


De la crueldad de los afectos Sale la foto del niño libio asesinado sin razón y el dolor de la sensatez se expande, se pregunta por qué se puede tratar con tal crueldad a un inocente.

Sin embargo nos cultivamos muy poco en la forma en que mostramos nuestro afecto, se habla muy poco de la violencia velada que inflingimos a nuestros colaboradores, hermanos, hijos, pareja y hasta a nosotros mismos. La hostilidad se disfraza de dulzura y nos pronunciamos amantes y amados, pero en el fondo nos esforzamos pocos por querer mejor, asumimos como naturales a los sentimientos aún cuando sabemos que los peores crímenes se cometen en casa a manos de un familiar.

Se objetará que llevo esto al extremo y la cabeza del que lee probablemente se diga yo no soy parte de eso, sin embargo todos maltratamos y hemos sido maltratados. En algún punto hemos ridiculizado a los que amamos y hemos boicoteado miles de relaciones al no entender que la fragilidad que me embarga se debe al poder que tiene la pasión, la dependencia, el gozo de estar con el otro. Por ello comenzamos a verle la panza al hombre de nuestra vida para poder bajarlo al ras de la mirada y sentirnos superiores; advertíamos que mastica de un modo desagradable o algo le huele mal, por el mero hecho de encontrar defectos que no lo posicionen por encima; para justificar que cuando me duele la ausencia me protejo pensando en todos sus defectos y sobrevivir amparada al veredicto de que no lo necesito. Y así, poco a poco me voy contando una historia de desamor por el riesgo de amar mucho.



Pero una mañana sin darme cuenta de cómo ni por qué, mi ser se arrastró a sí mismo a la orilla del desprecio que fue labrando; ya todo huele mal, ya todo suena feo, ya nada es igual y todas las virtudes se hayan sepultadas bajo la capa de defectos que acumulé para culpar a alguien de mis propios desencantos. A penas ayer mi hija o hijo eran el bebé perfecto que llevaba en el regazo, pero crecieron. Ya caminan por su cuenta, ya no quieren salir en la foto bien peinados ni saludar a tía Remedios con decoro. Entonces los censuro, les hablo de sus malas decisiones o de su pantalón roído, critico a sus parejas embebida sin darme cuenta por la nostalgia de que ya no se peina como a mi me gusta ni soy yo quien toma sus decisiones, así que comienzo despiadada a descalificar, a entrometerme, y poco a poco alejo de mi lado aquel o aquella que nunca fue mía. Llego a la oficina pero en el trayecto el clima, el tráfico, la mosca que vuela me perturban, con ello justifico los gritos que le doy a don Eulogio por no traer el café a tiempo. Ya no importa si en Navidad le di una alacena o le regalé tres días más de vacaciones; todos los días voy minando la confianza. Miro con recelo a Tania mi asistente porque cada día brilla más y mejor, ha crecido conmigo pero me asusta que me haga sombra y me quite el puesto, así que cambio mi conducta, y quizás sin admitirlo, voy minando su trabajo. Llego a casa muy cansada y me miro al espejo envejecida, me siento torpe, no logré la mitad de lo que me he prometido. Por más abdominales y cremas de colágeno el tiempo se emperra en marcarme su latido. No duermo. Sueño con parejas, hijos, amigos y colaboradores que me admiren y me acepten, que tengan para mí una sonrisa de rutina. Supongo a la vida injusta porque Rogelio no supo nunca decirme que le parecía tan bonita, tan inteligente hasta el día en que nos separamos para siempre. Supongo que en ese único momento se supo, me supe a salvo del amor. Con todo ya perdido pudimos confesar todo lo que hubo y temimos demostrar cuando sí hubo. Ante el café de madrugada y en penumbra admito que ni siquiera yo me he conferido la amabilidad que en otros espero, me sé violenta y violada. Me descubro habitando una madrugada destemplada ante la crueldad de los afectos.

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