No sé si venga a cuento, pero qué le vamos a hacer si uno quiere una historia feliz y el otro está codificado para el fracaso, dijo de pronto Lucía en clase mientras leíamos Ana Karenina. El apunte no era malo, aunque el peso del asunto estaba en sus ojos rebalsados de agua, sus pupilas se hundían con descaro y todos los demás volteamos la vista. La maestra se aproximó, le dio un abrazo y le preguntó si se sentía bien o quería salir para tomar aire. “Quisiera aventarme a las vías de un tren, pero hoy ya ni hay”, dijo mientras escondía la cara entre los brazos. Nos arruinó a todos el final porque, aunque en ese momento no supe, comencé a prestar oídos a todos los que, en una conspiración, comenzaron a decir: “Ah, estás leyendo la historia de la loca ésa a la que se la lleva el tren”. La novela en sí me gustó regular, pero gracias a ella comencé a catalogar mujeres como a quienes les gusta que se los lleve el tren y a las que no, o las codificadas para el fracaso y las que se apoltronaban en la trama feliz; Lucía era de las primeras, pues dos días de tres tenía una tragedia que la arrastraba.
Creo que me dio el mal de Vronsky y, a pesar de odiar el victimismo, se me hizo fácil pensar (claro, de modo inconsciente) que yo sería una especie de Vronsky reloded, que sí llega a tiempo para salvar a la víctima y le regala, envuelta entre celofanes de amor, un final feliz.
Primero fue Lucía. Con ella aprendí la pericia de la manipulación femenina y el regusto del dolor que la ponía siempre en la posición de malquerida por todos y todas. A sus amigas mismas les montaba cada pancho; que si la miraron feo, que si se burlaron de su vestido viejo, se olvidaron de llamarla el día del santo, larga producción de tramas delicadas como Jarritas de Tlaquepaque. Fue ahí donde me dio por tomar notas sobre la creativa invención de tragedias, muchas, el mismo Esquilo las envidiaría. Pero dejé a Lucía cuando se le acabó el repertorio de tiranos y me condecoró con el título, fue entonces que la solté entre los rieles y me convertí en el villano vitalicio de su adolescencia.
Luego vino Victoria. Me enterneció en un campamento cuando en la lunada contó su desventura. Su hermano había muerto trágicamente en un accidente y dedicaba su tiempo libre a cuidar de su madre divorciada. El campamento había sido un ruego de su propia madre porque la chiquilla de 22 años no había besado jamás. A mí se me hizo fácil y la cubrí de besos hasta el día en que era yo quien se hacía cargo de la nena y su mamá. Y lo digo en serio, porque una tarde, mientras esperaba que Victoria se terminara de arreglar para ir al cine, la señora quiso besarme y salí despavorido. Nunca más llamé. Supe por amigos comunes que nunca se casó (ya pasa de los cincuenta) y que lleva un amorío tortuoso con un extranjero setentón.
Me casé con Eduviges, calladita pero digna, de ésas que miran de ladito pero te pellizcan bajo la mesa. Ésa siempre estuvo enferma de algún mal muy femenino. No pudimos concebir; tras diez años de casados, poco sexo y moretones de tanto pellizco, me fui de casa con lo puesto. Eduviges se volvió gay y ahora pellizca a Maritza, que en nada tiene que ver con el Loco Valdés. Su tragedia: haberse topado conmigo, quesque por eso cambió de religión.
Hoy estoy solo, aunque de vez en vez me encuentro con Susana, pero como que le falta trama, a ella no le pasa nada, comenta poco, su vida ha sido muy normal, tuvo dos hijos y quedó viuda, no busca al tren ni quiere nada formal, y yo como que añoro a Lucía o a Victoria, y un poco los pellizcos de Eduviges, puede que se deba a un asunto local, me eduqué en la telenovela y no concibo un día de paz, lo mío lo mío es ver llorar, unos ojitos hundidos que se quedaron como principio de toda trama de aquéllos y aquéllas a quienes nos gusta el clavado al tren y elevarnos como tiernas víctimas del amor.
Esta mañana llamó Susana, dice que descubrió que su difunto esposo la traicionó y yo francamente me siento molesto porque ese cuento no lo escribí yo.