No nos instalamos en el sentido como en una butaca.
Lo buscamos, lo perseguimos, lo perdemos, lo creamos, lo imaginamos… no es lo que somos, sino lo que hacemos, o lo que nos hace.
André Comte-Sponville
Como individuo en busca de sentido me ha costado trabajo definir mi vocación. Desde niños especulamos sobre el futuro y establecemos roles para probar. Finalmente llega la vida con sus propios juegos, sus trampas contextuales, y uno se adapta o se fascina por una profesión que pensaba provisional. Así me pasó con ser maestra, la profesión me fue seduciendo y se volvió mi vocación.
Actualmente la educación está en crisis, nos lo dicen por todas partes. Cambió la perspectiva cuando la información se puso a disposición de forma virtual, potencialmente todos tenemos la respuesta en la punta de un clic. Pero no es lo mismo información que conocimiento. ¿Desapareceremos los maestros por tutores cibernéticos, dejará de existir la educación presencial?
No intento hacer la proyección del futuro, quiero ponderar el sentido de la educación como yo la entiendo y analizar mi vocación ante un sistema que nos pide constantemente que nos adaptemos, reformulemos, seamos creativos, etcétera.
Eso en primera instancia me lleva a ponderar a mi generación como la más adaptable de la historia, hemos recorrido paradigmas educativos, sistemas operativos, modelos y modelos de gadgets diferentes, brincando de uno a otro con un hardware que se autogestiona con gran velocidad. Creo que por ello somos también un eslabón que conecta un sistema rígido y jerárquico con uno que se presume rizomático y horizontal, pero que está en construcción.
Como estudiante de literatura, comprendo que toda disciplina humana y toda vida individual y colectiva, implica una cierta narrativa, cada una tiene su historia, cada una de ella se ha escrito a partir de ideas y de emociones. Estas últimas difíciles de exportar por un medio virtual, se pueden replicar al modo que lo hace una película o un libro, dado que Internet es el medio por donde todos los medios se expresan, pero existe una sincronía singular que se gesta ante el contacto humano, una suerte de entendimiento que tienen las mentes y los cuerpos que convocan y se comunican con mayor eficiencia.
La conexión humana florece prácticamente en cualquier momento en que dos o más personas, incluso extraños, comparten emociones, ya sea íntimas o espontáneas, a esta circunstancia le llaman los expertos resonancia positiva que podemos definir en tres estados:
1. Intercambio de una o más emociones positivas entre dos personas.
2. Sincronía tanto bioquímica como de comportamiento entre dichas personas.
3. Un motivo compartido que refleja el interés de invertir en el bienestar y cuidado mutuo.
Cada uno de los involucrados se convierte en el reflejo y extensión del otro. La condición previa es una percepción de seguridad, la segunda es la conexión, verdadera conexión sensorial y temporal con otro ser, que se expresa con el contacto visual que bien puede ser el desencadenante más potente para la conexión y la unidad, el tacto, la risa, o de alguna de las otras formas de sincronía del comportamiento. Casi todas las áreas del cerebro se encienden del mismo modo entre los participantes de una sincronía positiva, el cerebro de los oyentes refleja el cerebro del interlocutor, amalgamándose en una suerte de danza, el desajuste o retraso en la sincronía entre cerebros es mínima y en la mayoría de los casos, la comunión es absoluta, la actividad cerebral del escucha en realidad prevé la actividad cerebral de su interlocutor en varias áreas corticales. Esto es el resultado de la excelente comunicación, que no solo se da por la escucha atenta, sino también por la predicción del oyente sobre lo que ha de decir el hablante, un verdadero acuerdo de voluntades, un acto de fusión que logra incluso, que dos personas lleguen a sentirse una sola. Cuando un grupo completo de seres logran la conexión, la resonancia positiva fomenta la reflexión colectiva, por lo que es más fácil resolver problemas difíciles cuando se trabaja riendo juntos, también desencadena relaciones perdurables, ganancias en las capacidades cognitiva y la sabiduría.
¿Hacia dónde debe orientarse un modelo educativo?
Como dijo Viktor Frankl, los hombres necesitamos de sentido, una ruta orientada por la brújula de lo que llamamos plenitud, que nos exige recuperar la idea aristotélica de virtud. Para tener sentido en cualquier terreno es necesario recuperar, como diría el filósofo André Comte-Sponville, el significado completo de dicho vocablo. En primera instancia está su acepción sensorial, es decir, tener sentido es ser capaces de sentir cada instante de nuestra existencia, lo que nos compromete con la circunstancia; por otra parte está su sentido en términos de dirección, el sentido de vida se acoge a una ruta, al encadenamiento de acciones que me han de llevar a una meta determinada; y por último su acepción como significado, encontrar en nuestros actos un valor mayor que el hecho concreto, la interpretación que estos tienen en un plan trascendente.
Así que necesitamos educar para la alegría, que solo se alcanza cuando exploramos y desarrollamos nuestras potencialidades; cuando, a partir de la acción repetida hacemos de un acto talentoso una virtud. Resolver un problema o solventar un obstáculo son actos que nos confieren más satisfacción que la fácil obtención de un bien material y que desarrollan aquello que llamamos amor propio. Toda forma de amor detona la resonancia positiva, el amor propio necesita tanto de seguridad como de conexión afectiva para poder florecer. Como nos dicen el filósofo español José Antonio Marina ( E l aprendizaje de la sabiduría: Aprender a vivir y aprender a convivir) sus dos grandes obstáculos son la autodisminución y el autoengrandecimiento. Creerse mejor o inferior a los demás es una afrenta a la sabiduría de la igualdad y de la unidad.
Se pensará que todo esto suena muy filosófico cuando no se toman en cuenta estándares, datos, programas que no cuantifiquen los resultados de la enseñanza a nivel institucional, región geográfica o país, sin embargo, si los elementos fundamentales de la formación emocional salen de la ecuación de los modelos educativos a cualquier nivel de enseñanza, no existe ninguna condición previa o preestablecida para que la educación llegue a buen fin. La cognición depende en buena medida de la salud emocional de quien aprende. Por mucho tiempo se creyó que existían personal flojas o apáticas y otras que eran naturalmente emprendedoras y activas, hoy sabemos que las primeras son indicios de algún padecimiento emocional y que el ser humano sano persigue el aprendizaje y la actividad.
El propio Marinas hace una interesante disección sobre la inteligencia, la que divide en:
1. Inteligencia estructural: la capacidad básica que miden los tests de inteligencia, que se nutre de los conocimientos y la cultura.
2. Inteligencia en acción: lo que un sujeto hace con sus capacidades, las metas que elige y aquellos valores que dirigen su acción.
Es por ello que a la pregunta que hoy se hacen muchos gurús de la educación sobre ¿Qué podemos enseñar los maestros que no esté en Google? La respuesta me parece que es aristotélica: a vivir una vida mejor. Se me dirá que eso suena idealista pero no, eso sería platónico. Aristóteles habla de la vida en acto, de hacer en lo cotidiano una tarea apasionada, comprometida y confiada, para que con ello nos acerquemos a la virtud. Cabría recordar que para este filósofo la virtud no es más que un acto noble que, de tanto repetirlo, llegaun día en que se convierte en hábito y se perfecciona. Por todo ello no podemos desvincular la emoción de la educación. Ya sea física, biotecnología o literatura, su ejercicio se conecta con la sensibilidad que da sentido a quien la ejecuta. Puedo aprender en Google todo sobre biología marina, pero nunca entenderé de la pasión que esto suscita en la vida de una autoridad que la practica, que la ejerce en su vida cotidiana, que me mostrará la forma de interactuar con mis colegas, de llevar a cabo una investigación y de negociar o seducir para lograr recursos para un proyecto, su vínculo con otras áreas del conocimiento.
Despreciar la tecnología y su seducción es tontería o mala fe. Pero hacer de ello lo esencial es ridículo y falaz. Lamentablemente a veces siento que la tecnología y las pantallas son un nuevo dios que se venera y eclipsa una filosofía al servicio de la educación.