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Regina Freyman

Príncipe del Palacio 10 de junio, 2014

Viajaba a Guatemala para escapar. Un mal matrimonio, casi un cuarto de siglo de trabajo, una ciudad contaminada y detestable, una mala, malísima lectura de su última historia de amor. Bajo su sombrero de paja, mi compañero de asiento en el avión, me contó su larga travesía hacia la jubilación.

Antes, convenimos en un tema de entre la incidental lista de temas por comentar con el perfecto, pero hospitalario, desconocido; la elección fue cine y nos entretuvimos en aquella cinta Revolver donde el protagonista, un artista de la estafa es traicionado por su propio ego, representado por dos personajes: uno blanco y uno negro. Ambos sentíamos fascinación por argumentos en donde el héroe se embriaga a sí mismo de su torpe vanidad, su propia imagen lo ha seducido hasta el punto de quedar atrapado como Dorian Gray por su mismísimo retrato ¡Ah la dualidad! Exclamo el otrora ministerio público y comenzó por sincerarse conmigo, de ahí en adelante, fue su voz la que, como música de fondo, nos acompañó entre nubes hasta nuestro aterrizaje.


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La conocí aún casado, me dijo, mi matrimonio iba a la deriva, había optado, sosegado por la razón, permanecer sin sobresalto hasta la muerte. Ella llegó a la delegación donde yo trabajaba, acusada de una tontería, un desatino; había robado un vestido de un gran almacén. Tenía treinta y cinco años y también marido. No les había sido posible embarazarse. Según su propio diagnóstico, robar cualquier cosa se había vuelto el divertimento para paliar el dolor de una mujer estéril. Soy adicta a la adrenalina, me dijo muchas veces más después de la primera. Pero ni la reiteración me sirvió de indicio. Era un caso menor, aunque el vestido por el cual la llevaron ante mí costaba cerca de cinco mil pesos, la verdadera razón fue su arrogancia. Cuando se suscitan estos percances, se invita a la responsable a pagar la prenda sin llevarla consigo, pero ella enfurecida osó acusar al gerente de la tienda de ratero y de no entregar ni un centavo si no se le devolvía el dichoso vestido. Su pataleta causó que la llevaran a la delegación en patrulla como una temible delincuente.

Le ahorraré tiempo al decirle que compré el vestido. Supe leer, dada mi experiencia como ministerio público, la verdad de su rostro. Se trataba de una bella mujer muy aburrida, yo estaba por mi parte harto: de un trabajo de mierda, de una mujer maloliente y gorda damnificada por los embarazos y de la amargura de nuestra mediocridad. Conquistar a esa princesa del Palacio de Hierro sería mi amuleto, sino para una mejor vida, al menos para una apasionante aventura.

Había guardado sus datos en mi agenda, la llamé por teléfono y le dije que había olvidado en la delegación un objeto importante y quería dárselo personalmente. Recuerde que hablamos de una mujer a la que le gusta lo extremo, la sorpresa, así que no preguntó detalles y aceptó. Me contó después que sospechó siempre mis intenciones y que desde que la interrogué me había encontrado atractivo.

Comenzamos a vernos las tardes de miércoles, ella pretendía tener un curso sobre cábala una de esas filosofías new age, su marido nunca sospechó y pasamos algunas tardes desnudos probando jacuzzis de los mejores hoteles, reinita no se acostaba en cualquier cuchitril. La aventura salía cara, más aún cuando comencé a aburrirla. El hombre tolera el dolor con gracia pero el aburrimiento es insoportable y ella era propensa. Yo por mi parte no soy más que un burócrata con sueldo limitado, una esposa y dos hijos de los que, francamente tampoco quería deshacerme. Todo comenzó con sus exigencias, que vámonos de viaje, que llévame al concierto de tal, que vamos a tirarnos de un paracaídas...

Como a los niños que de pronto les brota una urticaria y no paran de llorar, todo se le descomponía, el viaje era corto, el paracaídas inseguro, los cantantes, de cuarta categoría. No llegamos a completar ninguna de esas actividades pero se me volvió obsesión complacerla, sin descuidar mi historia pasada porque en el fondo sabía que terminaría por ser un cartucho quemado.


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Se cree que la belleza es el pasaporte al éxito, y ella lo era, pero la belleza es sólo es una visa de vertiginosa caducidad. A mí solo me complacía esa belleza, a decir verdad me caía bastante mal así que urdí un plan para terminar con mi obsesión. Me convertí en ella. Comencé a exigir, a dejarla plantada, sin retomar nuestros encuentros y llenarla de regalos de nuevo, mi propensión al odio-deseo que me inspiraba me llevó como péndulo a maltratarla y adorarla. Sin saber cómo los dos estábamos enganchados a un personaje que nos era odioso. No sé cómo se me ocurrió un día retarla de nuevo a robar, así que en un Sanborns le dije, a qué no tienes el valor de sacarte esa cafetera de expreso. Sin miramientos y con parsimonia, la abrazó como a un bebé y salió de la tienda sin que nadie la detuviera. Parecía la modelo en pasarela mirando a la distancia con un dejo de arrogancia.

De ahí en adelante se volvió un deporte, le pedía las proezas más complicadas y ella se volvía presuntuosa porque lograba el desafío, amén de que, después del crimen nos íbamos a tener el mejor sexo del mundo. Esta vez no vi venir la nube de su apatía. Me pidió que la acompañara al Palacio de Hierro y me dijo: pídeme lo que quieras. En una de las vitrinas vi una cámara de foto y video de cerca de veinte mil pesos. Pidió a la dependienta que me mostrara una cámara que estaba en el mismo mueble, una vez abierto y mientras yo preguntaba cualquier tontería, ella sacó la camarita y se la metió entre la axila cubriendo con el suéter que traía. Me jaló disimulada y emprendimos la marcha, sacó la cámara y la metió en mi bolsillo del saco, creo que temblé mientras apretaba el paso para escapar de ahí, ella se fue quedando rezagada, cerca de la salida oí su dulce voz gritar al policía: ¡Ese señor se lleva una cámara en el bolsillo, yo lo vi! Yo no la volví a ver desde que, con su caminar de gato, se alejó flexible como si nunca me hubiera conocido.

Se cree que la belleza es el pasaporte al éxito, pero es sólo una visa de vertiginosa caducidad. Volvió a decir el viajero, y yo, robé su historia, eso es lo mío, para no aburrirme.

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