The sea, once it casts its spell, holds one in its net of wonder forever.1 Jaques Costeau
¿Me preguntas qué recorrido haremos hoy? ¿Si tomaremos un tour o nos aventuramos por carretera?
Me animo entre recuerdos en busca de aquella travesía que hace más feliz a mi corazón y recuerdo andares que se palpan, humedades que se descubren, un tiritar y un aliento. Pero te prometo que no acudiré a la poesía por ser inexacta, tampoco a la pornografía por ser descarnada, el mejor de los paseos es el recorrido por el cuerpo de mí amante.
No cualquier cuerpo porque no cualquiera es un amante. Quizás lo primero que viene a mi mente es la voz misteriosa de Jacques Couteau desvistiendo en francés los velos de la espuma del mar; te preguntas por qué, tal vez sea porque cuando estoy con mi amante me siento cobijada por capas de agua que mitigan todo ruido, la música que acompaña es el rumor batiente de las olas de un pulso humano que sube y baja como las olas. En una aventura de ese talante se comienza por una ecuación que da como resultado siempre dos.
Pero ese dos no es cualquier dos, su composición se integra por = uno uno precisos, singulares. No considero que sean casuales, no es un uno que se topa con otro uno por sorpresa, no, más bien son dos que se han contado. Había una vez muchas veces y por eso han tejido entre palabras una constelación de ilusiones y travesías, Cousteau diría que es un cardumen que se agolpa lleno de color hacia un arrecife que lo aguarda.
¿Que si puedo dar consejos? Creerás que porque andamos marítimos recetaré ostiones para la potencia o invocaciones afrodisiacas que recuerden viejas deidades. Quizás medicamentos que aseguren la jornada y mantengan en alto el mástil de la embarcación. Nada de eso. Tampoco te sacaré de un cajón clandestino aceites de colores o pantalentas de sabores. Mucho menos te haré un croquis para llegar al clítoris o masajear el glande. No te contaré los mitos del punto “G” para que lo busques como a El Dorado, ni te daré coordenadas que te lleven al jack pot. Tampoco te hablaré de cunilingus, o felaciones utópicos, posiciones circenses o látigos despiadados. Eso y más descubren los amantes sin ponerle nombre, sin hacer una tabla gimnástica, elaborar esquemas o implementar juguetes de succión.
Los amantes se reconocen porque deciden unir gozos personales y no se sabe a ciencia cierta si el amor lo hacen con el otro, con ellos mismos o con el aire que se atraviesa entre los dos. Son aliados de la libertad y están siempre dispuestos a arriesgar. Dos valientes que se rifan en insomnio, en el trance de Calypso, rehenes que no quieren volver.
Ellos saben guardar secretos, pero no por humildad de no contar la proeza, sino porque saben que los encantamientos son efímeros, únicos como la perla barroca que palpita entre las carnes viscosas de las ostras. Tampoco son prosáicos en la narración de sus ardores pues bien saben que no hay nada más salvaje o más obsceno que sentirse desnudos y galopantes, lamerse, mordisquerse sin nombre, sin remedio.
Son descubridores de un abismo invisible, imposible de cifrar ni con imágenes, ni con suspiros. Toda su animalidad se da cita en un ruedo de emociones donde todo, absolutamente todo se compromete y quien diga distinto es porque no ha pasado las horas sin tiempo descendiendo en la profundidad de dos que se vuelven uno pero que jamás dejan de ser dos, eso es lo peligroso.
Podemos descomponer en anatomía, pero eso sería tan solo disección; podemos acariciar con luz de día o margaritas de color, pero eso no cifra la metáfora toda que hace que el mejor de los recorridos, la gran aventura, el ascenso y el descenso de tu cuerpo y el mío hagan que todo se vista de poesía, de luz de día, de la más excitante pornografía, marinos que se arriesgan a encarar el misterio y los peligros del amor, el instante infinito que solo existe entre tú y yo
Nota:
1 El mar, una vez que lanza su hechizo, te atrapa en su red maravillosa por siempre.