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Regina Freyman

Entre el vacío, el miedo y la liquidez

¿Me lo puedes dejar en pagos?, mira que debo la hipoteca, la escuela de los niños y el mantenimiento. Mañana tengo que ir a pintarme el pelo; el dentista me dijo que necesito blanquearme la sonrisa y estoy considerando ponerme botox. No, no, no es vanidad, es que desde que me divorcié y decidí buscar al príncipe ahora sí, nada más no aparece. Me inscribí a un nuevo sitio en Internet que, al mandarles una gota de sangre, te encuentran al candidato perfecto, la media naranjadel “Banquete de Platón”. Te veo el jueves en el lugar de apuestas, mientras tanto a soportar la aburrida semana. No olvides subir las fotos al face, me mandas la receta por tuit y el jueves temprano por whatsapp terminamos de quedar. Bye.

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¿Se puede escapar del materialismo aberrante que a todos nos atrapa? ¿De la modernidad líquida de Baumman, del miedo a la libertad de Fromm, de la era del vacío?

Siempre me ha simpatizado el pensamiento de Lipovetsky, no sé si la frase sea correcta pero realmente eso siento. Desde La era del vacío encuentro una tendencia por el análisis mesurado, ni apocalíptico, ni encumbrado, un balance entre el lenguaje y las ideas que busca encontrar el tono justo y la observación clara, más que la condena. De su último libro, La estetización del mundo, (se publicó en marzo pasado en París y está siendo traducido al español) o al menos eso es lo que entiendo del título en francés, tuve la oportunidad de oír la conferencia en mi lugar de trabajo, el Tecnológico de Monterrey.

Dice el filósofo que el éxito se concentra en una suerte de pirámide invertida, donde la oferta es enorme pero el mercado se concentra en tan solo el 20% de los implicados. En un mundo apresurado, efímero, programado para la obsolescencia, el ciclo de vida de los productos es dos años. El mundo de la moda y del arte, de lo útil y lo estético ha derribado sus fronteras. La vida cobra sentido en la estética del instante hedónico, presente constante que aniquila suspensos, sorpresas, procesos, un mundo que busca ser verde pero hace del mismo ecologismo un club de baile.

Por su lado, Baumman dice, en su Amor líquido, que hemos pasado de relaciones pesadas, sólidas, sin escapatoria, esos lazos consanguíneos que nos obligaban a cargar hasta con la tía gorda y su perico; pretender un matrimonio de novela rosa que cuando se iban las visitas se maltrataba como “los Roses” (La guerra de los Roses, 1989, una película hoy, en esta era de obsolescencia, muy vieja que narrara las desavenencias de una pareja que acaba matándose), a una sociedad que sustituye los lazos por conexiones pues los primeros son apretados y los segundos se desenchufan a voluntad. Cambiamos lo consanguíneo por la afinidad; la sangre no cambia, pero los gustos sí, la vieja estabilidad por un estado de constante ansiedad, angustia y velocidad. La cercanía en este mundo líquido está supeditada por medios que nos acercan y cercanías que nos alejan, platicamos a distancia con un amigo de la secundaria por el celular mientras sentado a la mesa nuestro hijo nos cuenta su aventura escolar, al recibir un ausente “mmm”. El niño también se fuga por la red, ya sea en un juego, un video que le regrese la atención perdida. Lánguidos nuestros lazos afectivos, nuestras solidaridades remotas, rostros atrapados por pantallas parecen más reales que los seres que respiran a nuestro lado y, advierte el filósofo, la humanidad se deslava.

Lipovetsky es menos apocalíptico, aunque reconoce que las tensiones crecerán entre parejas conceptuales que tiran la filosofía global como dos bandos en competencia que buscan tener la cuerda de su lado: por un lado están las personas que buscan desacelerarse, privilegiando la estética del instante contra aquéllas, que rezan el credo de la eficacia sin mácula y a tiempo; el consumerismo pragmático contra los ecologistas que buscan optimizar recursos pero que, en un mundo sin fronteras, comienzan a proliferar en exclusivas, caras tiendas orgánicas y sofisticadas marcas verdes; el hedonismo del bisturí que corre maratones para escapar de la vejez y los obsesivos de la salud que viven del chequeo médico y leer las etiquetas de latas y refrescos, medicalización de la existencia. Los extremos parecen romper la cuerda hacia el mismo lado.

Somos una sociedad veloz, hambrienta de éxito fácil y económico que nos permita seguir comprando pero que se nutre de la industria de la nostalgia, compra tiempo encapsulado, oye listas de música de los 60, 80 y más, un capitalismo estético que sufre de no poder disfrutar el instante fugaz. Con una sentencia más grave Zigmunt Baumman nos invita a considerar cómo hemos hecho de nuestros afectos, incluyendo a nuestros hijos, productos de consumo, los tenemos para satisfacer nuestra sed de actividades, de sensaciones, sentir su afecto, vestirlos a nuestro gusto, llevarlos a los parques, revisitar con ellos nuestra infancia, ser los padres indulgentes que no tuvimos, hacer de ellos un proyecto más, que sean los médicos que no fuimos, los futbolistas que no nos permitieron y que llenen el álbum vacío de recuerdos. Que crezcan para salir en las fotos hoy electrónicas que alimentan esa vida de exposición en las redes, una línea de vida que se nutre en años pero se exhibe en segundos: del kínder a la universidad, de su primer diente a su primera novia.


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Lipovetsky intenta mesurar, ¿fueron mejores otros tiempos? Hoy lo mismo exponen en el museo Picasso Armani o Tim Burton; es arte un hombre defecando, una bolsa de 30 mil pesos y las constantes Meninas. La humanidad estetizada siempre en angustia, navegando en un capitalismo sin modelo alternativo busca el avance entre el polo creativo y el eficaz competitivo, una carrera de galgos entre creatividad y calidad. Entra en conflicto la idea de pureza en el arte, tradición Baudelariana en donde lo importante es la conmoción emocional. Ningún artista ha sido insensible al dinero. Marilyn Monroe o La Gioconda, obras creadas que han subsistido su tiempo. En lugar de la creencia de que el capitalismo lo devora todo, incluso el sentido estético, Lipovetsky cree que engendra a un consumidor cada vez más estético, experto en la imagen, el campesino clásico no admiraba la belleza estética del paisaje, admiraba la fertilidad, esteticismo actual contra utilitarismo del pasado.

Mil camisas compiten en un aparador, mil utensilios se disputan tu mirada en un estante, los libros en la librería o en la pantalla de Amazon te gritan frases reclamando tu atención; “cómprame”, tienen inscritas como las galletas que Alicia, obediente, comía. ¿Pero cuál de entre tantos, quién de todos? Hacer de cada producto un objeto de arte, una insignia para adornar la identidad en construcción, esa parece ser la estrategia. Hay quienes compran lentes de intelectual, de estrella de cine, de hipster. En el fondo el capitalismo no produce arte sino, como diría Theodor Adorno, mercancías, producto de la mediocridad para olvidar, ¿pero olvidar qué? ¿La angustia, el vacío?


Lipovetsky propone que el capitalismo artista produce un género nuevo de arte. Produce arte de consumo de masas: cine, tv, música de variedad, dibujos animados publicidad cuyo consumidor se llama público planetario. Admite sin embargo, la extrema concentración, tres macroempresas manejan al mundo, y lo entretienen porque el entretenimiento es el primer consumible del capitalismo artista, la industria Disney es la más exitosa, más que negocios de aeronáutica o la industria bélica.

Todo es diseño y todo es una experiencia estética, sensual, la proliferación de estilos y productos que dan opción a una libertad creadora que busca armar entre objetos, eso que llamamos identidad, lo único que poseemos realmente, el capitalismo estetiza comportamientos, personaliza el gusto y nos invita a ser gente creativa. Hemos pasado de lo utilitario a lo decorativo. Qué importa, dice el filósofo, si la película Titanic es Kitsch y no cumple con los grandes ideales artísticos que dejaron paso a la fórmula fácil, logra conmover al espíritu que es la misión principal del arte. Nos recuerda que Van Gogh o Velázquez veían sus obras como productos que vendían al mejor postor, claro, sin la proliferación de canales de distribución ni artilugios mercadotécnicos. El ideal de ética estética está basado en el placer y, por consiguiente, descalifica las morales ascéticas.

Lo bello no es la condición de la moralidad o de la bondad o de la libertad. Un mundo estético no nos llevará a la felicidad, la belleza o el arte son, en sí mismos, y no necesitan razón, por tanto, no resolverán la sobrepoblación, el hambre o el miedo. La tecnociencia, dice Lipovetsky, podrá decir algo sobre esto, pero la estética, contrario a lo que pensaba Schiller, no será la salvación, pero nos mantiene entretenidos.

En síntesis, el filósofo compartió en su conferencia los cinco rasgos fundamentales de la “cultura-mundo”:

El primero es la generalización del diseño en las industrias del consumo que conquistó el territorio de los olores, el tacto y hasta el sonido, trabaja con todo aquello que despierta sensaciones y emociones que estimulan las fantasías del consumidor.

El segundo, es la diversificación de estilos: “Ya no hay un estilo dominante, sino que cohabitan diseños decorativos, con expresivos, conceptuales, surrealistas o minimalistas. El mercado se abre a todo. Hay mil tendencias en la moda. Es una especie de gran bazar caleidoscópico”.

El tercero es la concentración del éxito, en la historia de la humanidad nunca hubo tantos artistas y productos, como películas, discos, libros, espectáculos, series de televisión o museos, pero el éxito se concentra en muy pocas manos.

Cuarto, la escalada de lo efímero y la dinámica de la aceleración, nuestro mundo posee mil posibilidades en cuanto a moda, juegos, accesorios, perfumes, bares, hoteles, etcétera.

El último rasgo del capitalismo artista es la lógica de la hibridación. “Estamos en una época en la que se confunde, se entrecruzan diversos universos antes separados, como la moda y el deporte. Armani se exhibe en los museos de Nueva York y Gautier está en una sala al lado de Rembrandt”.

El consumo y el mercado, los medios masivos y las nuevas tecnologías de la información permitieron que la cultura-mundo se propagara en el planeta logrando la preponderancia del capitalismo. El triunfo es cultural y la lógica misma del capitalismo junto con el espíritu de los tiempos veloces, derriba fronteras, erigiendo la omnipotencia del mercado. “El consumidor al ingresar a sus tiendas tiende a confundirse si entró a un almacén chic o deportivo, las construcciones y el diseño de estas tiendas, la aplicación de sus logos e incluso sus olores llevan al usuario a otra experiencia”.

La cultura mediática y de consumo está cada vez más consciente del mundo conectado y del individualismo, pero también vende mediante estrategias sociales que tocan el corazón. “Hoy es más complejo, las marcas envían valores, mensajes, hablan de ética, respeto a la naturaleza, racismo y ambicionan volverse cultura”. Lipovetsky plantea que el capitalismo no solo ha generado violencia, horror y sexo, también produjo arte para las minorías. “Ha creado un arte para las masas, un arte de un lenguaje fácil, accesible, que no requiere de ninguna cultura. Un tipo de arte que puede gustar o no; pero que es arte, otro tipo de arte”, agrega.

Dejé a Baumman a un lado, me rehuso a escribir rápido o a leerlo e interpretarlo de prisa, quedará pendiente para otro texto, desafiaré su liquidez para establecer con él una relación más sólida.

Tengo un amigo por Internet al que casi no veo, llevo años escribiendo para él y eso me hace sentir “artista”. Su solidaridad es a prueba de balas, me abraza a la distancia y me escucha ¿Es mejor que mis amigos de carne y huesos? Es solo distinto, nos acerca la distancia y jamás nos vemos mala cara. Mis hijas viven lejos y cada tarde facetimeamos, es un término que hemos acuñado para nuestras conversaciones a distancia; estoy segura de seguir sus vidas con más interés que otros padres que cohabitan. Reconozco las virtudes de las obras de arte y de las obras de consumo, me alimento de las dos y algunas me conmueven de un modo, las otras de otro. Soy hija de mi tiempo, debo en mis tarjetas y me encanta salir a comprar un vestido, pero entiendo que mi vida íntima y feliz es la que se cuela, no líquida, sino luciferina en la tarde de sol.

Cierro en voz de Lipovetsky: “Estamos en una época donde hay un formidable desarrollo de las aspiraciones artísticas. Vemos desde hace 20 o 30 años un enorme número de personas que quieren crear. Siento optimismo porque lo importante no es la gloria, sino hacer las cosas que a uno le gustan, que esto cree pasión. Hay que anteponer la creatividad sobre todo”.

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