"Every time we say goodbye we die a little"
Cole Porter
Para Estela todo era familiar y al mismo tiempo lejano, era como si regresara al pasado para despedirse, para cerrar la puerta que por haber dado un apresurado portazo, dejo entreabierta. Desde niña soñó con la familia perfecta que sus padres no supieron darle, esa que te vendían en paquete para jugar a la casita, o las múltiples familias de sus programas de televisión, desde la bonita familia que un cómico mexicano repetía como el mejor de los elogios, hasta las familias de caricatura, o la rubia familia mezclada de los Brady, un programa sesentero donde dos divorciados lograban articular la familia perfecta con hijos de matrimonios previos. Estela tenía hambre de libertad revuelta con el deseo de poner la mesa o pasear carreolas.
Conoció a Felipe que era mayor, parecía confiable, era atento, tenía dinero y prometía un futuro familiar. La decisión la tomó cuando conoció a sus padres ancianos, tomados de la mano y mi amoreandose uno al otro, concibió la idea de una amor eterno que pudiese heredarse de forma genética.
Fue bueno mientras duró, piensa Estela mientras acompaña a su exmarido en el funeral de su madre. Se considera una eficiente editora de recuerdos que trata de conservar lo bueno, pero lo cierto es que está en una ciudad que abandonó, con un hombre que dejó, ante el cuerpo inerte de una mujer que admiró y ya se fue. Aunque Sara, su suegra era una mujer tan diferente a Estela, hubo algo que siempre hizo que la admirara: su fortaleza, advertida desde chica por su madre de que las niñas bonitas no se deprimen. Sara llegó casi a los 100 años y Estela no la oyó quejarse, madre dispuesta, abuela cariñosa, mujer respetuosa y apasionada que besaba en la boca a su amado compañero senil.
La imagen de dos viejos aún enamorados es para Estela la mayor de las fantasías, será por eso que no supo perdonar a Felipe cuando lo llevó a ver la película infantil Up, cautivada por la comprimida historia de amor de los protagonistas Estela trató de reforzar su fantasía, y Felipe hizo un tonto comentario de humor mientras ella lloraba conmovida. Ya no le importaban los pleitos serios o las afrentas graves, todo se había reducido a la incomprensión de su fantasía. Fue ella quien se fue, aunque lo hizo de a poquitos.
Como forastera que visita las páginas de un capítulo anterior donde su presencia es anómala, deambuló por esa ciudad en que nació pero siente ajena, con esa familia que fue la suya y comienza a desconocer, con ese hombre con quien compartió la cama y hoy le huele extraño. Sintió nostalgia, repitió algunas estrofas de una canción medio olvidad y pasó la noche despidiendo a una gran mujer, a una buena historia con fecha de caducidad, a una familia que sintió suya pero se fue borrando como las fotos blanco y negro guardadas en el arcón.
Todo era familiar pero distante, quiso abrazar al hombre y lo sintió de humo, quiso mirar el rostro apacible de la mujer que quiso y no pudo, quiso mirar las avenidas de la ciudad que transitó y las encontró sepultadas por vías sobrepuestas, se había ido hacía tiempo, era su ausencia lo que comenzaba a volverse familiar, era inminente, habitaba ya otra historia, cerro la puerta, esta vez sin quejarse, ni llorar, porque las niñas bonitas no se deprimen.