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Exorcismo

  • Regina Freyman
  • 22 jul 2013
  • 3 Min. de lectura

Juliana pensaba, justo en el altar, cuánto de sus padres tenía el hombre frente a ella. Recién por la mañana habían tenido un gran pleito porque a Marcelo se le olvidó recoger el ramo tal como quedaron, y ahí tienes a la pobre Juliana en camiones hasta la colonia Olivar del Conde donde la florería de tío Pancho le había hecho el ramo de margaritas diminutas y nube, flores sencillas en un arreglo complicado que el mismo Pancho diseñó para su sobrina consentida.


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Desde niña le gustaba el mismo patrón de hombres, algo egoístas y agresivos como su padre, seductores sí, pero negligentes y dramáticos un poco al estilo de su propia madre ¿Por qué sentía pánico justo ahí a segundos de comprometer su fidelidad obediencia y demás verbos sumisos? Algo que la motivaba a dejar la casa familiar era no tener que lidiar con los gritos de papá o los chantajes de mamá, y sin embargo, parecía que había hallado la síntesis bajo un sólo sustantivo: Marcelo.

Pensaba también que aquel vestido blanco de seda cruda, no se parecía en nada al vestido de la revista Brides que se voló del Samborns ( no iba a comprar una revista de casi 200 pesos por sólo un vestido) tal vez por eso, y como castigo, sentía que estaba enfundada en un costal de papas, esos sí de seda natural; del mismo modo su cara le parecía la de un payaso pues por complacer a las tías, aceptó que doña Josefina, maquillista de la familia le tatuara esa máscara que le parecía la de la ridícula cara de tía Teté, con kilogramos de rímel que le hacían ojos de tecolote y un rojo en los labios que acentuaba el amarillo del esmalte de sus propios dientes. A decir verdad ni siquiera se consideraba religiosa y había impuesto una serie de desvíos a las tradicionales prácticas, como cambiar una cadena por el lazo, o sustituir semillas por arras, todo ello como un guiño de insurrección. Claro que educada en las formas clasemedieras chilangas no podía perderse la oportunidad de ser la princesa de blanco, tener Banquete digno de Boda olímpica y una luna de miel esplendorosa como augurio del final feliz, que desde niñas, masticamos todas las mujeres.

¿Qué voy a hacer después? --Meditaba Juliana mirando el retablo de la Virgen-- parece que ya llegué al final del cuento ¿Estaré preparada para vivir feliz por siempre?

Por una razón que no comprende o quizás por falta de ella, recordó la película de El exorcista; como había estudiado letras trató de inferir la etimología de la palabra, y es que supuso que no era correcto casarse sin antes practicar un exorcismo que le sacara de los patrones conocidos, de escribir historias de amor con el santo y seña que la devolvía a casa, escapar de la propensión al final feliz ¡Por Dios! tenía 24 años y los tiempos en que las chicas cumplían los 16 y se clavaban espinas o cualquier cosa y por ello debían casarse había pasado.

La concurrencia conmovida la miraba en su altar:

--Tan devota-- exclamó orgullosa la abuela al verla balbucear como quien reza. La verdad es que Juliana musitaba la etimología de Exorcismo:

-- Veamos-- recordó entre dientes-- ex quiere decir fuera y orcismo de seguro viene de Orco, el personaje mítico Celta demonio o lo que en buen español se llama ogro y que vigila las puertas del Infierno. Tengo que expulsar a los ogros y demonios de mi pasado concluyó, o me iré directito al infierno. Además Horko la versión mitológica griega representaba la maldición de jurar en el nombre de Dios en vano. Sintió que el miedo se apoderaba de ella y que la cabeza le daba vueltas como a Regan la niña de la legendaria película. El sacerdote desconcertado no entendía los ademanes de la chica, quien a todo daba por respuesta un enérgico movimiento de cabeza.

--¿Entonces no? Preguntaba el padre confundido y molesto. El novio comenzó a ponerse rojo, las orejas le quemaban y zarandeó a Juliana quien parecía estar en trance.

--¡Suéltenla!-- Gritó el tío Fernando, médico naval, que con todo y uniforme almidonado, asistió a la chamaca, ¡Está teniendo una crisis epiléptica!

Juliana ya no recuerda con precisión de su exorcismo, a la fecha han pasado treinta años, recuerda sorprendida que desde entonces no ha vuelto a pisar una Iglesia y se dedicó a escribir episodios cortos, historias de amor esporádicas que omiten, por razones de suspenso, terror y presupuesto, los finales felices.

 
 
 

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