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Regina Freyman

Habitar el asombro

Desde muy niño le gustaron los juegos de magia que abandonó pronto porque se enteró que todo era un truco. Optó entonces por las series de televisión que presentaban casos paranormales, médiums, poderes cerebrales extraordinarios, se esforzó en mover objetos con la mirada hasta quedar bizco por el esfuerzo, en leer la mente de sus amigos que lo entusiasmaban con falsas historias para luego burlarse. Trató entonces de ser un creyente, intentó constatar milagros, meditar o levitar, de todo desistió exhausto e incrédulo. Perdió la fe. Ya en la secundaria se enamoró de Mercedes la chica lista del salón, encontró lo que supuso magia verdadera, recuperó fe y creencia. "Creo en ti oh Mercedes por sobre todas las cosas". El mundo hizo prodigios y comenzó a llevar su nombre, se cantaban canciones en la radio, se leían sus iniciales en el tronco de los árboles, todas las mujeres del cine se le parecían de algún modo. Pero Mercedes fue sorda a su mirada ruidosa. En la fiesta de fin de cursos se animó a invitarla a bailar y Mercedes recordó un viejo chiste de primaria: "Lee mi mente" le respondió burlona y se dio la media vuelta con un simpático Pas de Bourree. Probó alcohol y otras sustancias, fue rey de la fiesta, patrocinador y protagonista de pedas legendarias. Buscó el éxito y el reconocimiento, el prestigio del dinero y la admiración del conquistador. No quiso creer en sus mercedes, ni alimentar pases mágicos, se amparó en un pesimismo descarnado que auguraba siempre la cruda del día siguiente. Corto su melena desordenada y sentó cabeza, sería decente, padre de familia, manejaría coche del año y compraría una casa con patio para el perro. Encontró de nuevo magia en una tarde de cuentos, asombraba a los niños con sus historias de miedo. Lo estremecía el rugido del mar y el aroma de los eucaliptos, decidió entonces ser domador de palabras, hacer con ellas trucos honestos. No quiso impresionar a nadie con su manada de verbos y adjetivos, los alineaba para sí y se contaba historias para jugar a ser feliz. Sobrevivió al divorcio y al desempleo, se mudó de sitio cuando llegó el temblor. Tiene una fantasía, un acto perfecto y radical, le gustaría desaparecer, embarcarse y zarpar sin rumbo. Todo eso me contó un amanecer, los dos éramos sonámbulos con ganas de despertar. Me había cansado de mi sueño y el cuerpo respondía pero la conciencia no, seguía dormida y tardé un rato en espabilarme del todo. Fuimos vecinos en la misma cuadra y nos cruzamos por casualidad, atendí toda su historia pero decidí optar por compartir los programas de infancia, las series con héroes, la hechicera que resolvía con la nariz, el marciano que levantaba sus antenas para desaparecer como él quería. Ciertamente leía mi mente porque por muchos años sintonizamos las mismas historias y recorrimos los mismos abracadabra con el mismo resultado. Él no lo notaba pero instigaba al asombro, era quizás su pasión al recapitular, o la cara seducida con una trama perdida, la verdad es que me interesó. Aún hoy recuerdo la cautela con la que desplegaba sus sueños que guarda entre algodón. Me contó mucho de su pasado aquel amanecer pero lo cierto es que nos reunimos muchas veces más en que me prestaba sus sueños porque le apasionaba narrar el futuro, debo decir que no eran sus palabras lo que me conmovía, ni siquiera que a momentos, celoso, me prestara a penas un cachito para cobijarme con ellos, me conmovía el silencio, la ilusión muda que le brotaba en la mirada, los instantes de fuga donde se miraba, no sé, abrazado por el mar o desafiando un acantilado. Nos juntábamos para contar, intercambiábamos ilusiones, tramas de películas, viejas aventuras de los niños que se niegan a claudicar. Él no lo ha notado pero yo sí, él es incrédulo pero yo no, debajo de su sombrero he visto un conejo y una paloma anida en su pañuelo. Con asombro y, debo confesar que con un poco de miedo, espero el acto final, cuando por fin se de cuenta que es un mago de verdad.

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