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Regina Freyman

Confesión dolorosa

“Cada instante devora un pedazo de delicia… Me has dado tu fango y yo lo he vuelto oro”

Charles Baudelaire

Leo filosofía como otros leen libros de autoayuda: en busca de respuestas. La necesidad es la mismay las preguntas también lo son, nada me separa de quien elige a Paulo Cohelo por el hecho de preferir a Spinoza, mejor gusto tal vez y mayor angustia sean quizás las claves. Lo cierto es que soy hija de mi época, ésta que me enseñó a ser profundamente impulsiva, a tomar decisiones abruptas y esperar respuestas inmediatas, a ser poco tolerante con el aburrimiento, con los tiempos de espera, con el silencio.

Me he adentrado en temas que van desde la literatura, la neurología y los sentimientos y sólo por mitigar la fragilidad irreparable que nos hace humanos con algunas razones bien aderezadas que espanten mis pesadillas. Por un buen tiempo me sumergí en las aguas de la felicidad, en su historia, que me formuló la obligada pregunta de si es o no, motor de nuestras vidas, si es posible en esta Tierra o es solo un ideal al que se sueña o se reza. Consulté las constituciones que la incluyen como derecho, al utilitarismo y la economía que la usa de indicador, a la política que la emplea de señuelo, a la psicología y neurobiología que la han hecho objeto de estudio, a la evolución que me responde que no, que la felicidad no es el objetivo de una vida sino un mecanismo biológico que protege a los genes egoístas como dice el célebre científico Richard Dawkins, que lo que sí tienen inscrito como consigna entre su hélices es perdurar. Pero sobre todo miro con tristeza cómo la felicidad y la alegría causan tanto daño a una sociedad que las invoca como consigna, como obligación y con ello solamente las aleja. Por ese camino fue que llegué al dolor, que en realidad es aquello que realmente odiamos, nos convertimos en un mundo de pusilánimes que deben escapar al dolor con narcóticos, fiestas o actividades a destajo. Pero recurro a la pregunta: ¿Tiene algún sentido el dolor?

Hay quienes hacen de él una estatua y recuperando los valores cristianos, buscan en el dolor una forma de santidad, una especie de grandeza, una lucha digna de mártires. El dolor es inevitable, también lo es la alegría, hacer con ellas caminos ascéticos es recurrir al simulacro, dotar de sentido lo que no lo tiene, cuando una alegría necesita asideros para explicarse se evapora, y el dolor verdadero es inexplicable. Si uno extrae lecciones de estas disposiciones emocionales eso es cosa de uno, pero invocarlas como si fueran espíritus o quererlas conducir como si fuera un carruaje es una pretensión inerte. Uno vive y en ese transcurrir la alegría ocurre y el dolor también. No se puede preparar para su llegada con el deseo de perpetuarlos o controlar su intensidad, lo más que se puede hacer es esperar la ola como hace el surfista y montarla, con el deseo de que nos lleve por un buen viaje o no nos dañe demasiado y podamos esperar la próxima, hasta la última que seguro llegará.

El arte de sufrir

La democracia se porta ambivalente con el sufrimiento, nos cuenta Pascal Bruckner en su ensayo Euforia perpetua: sobre la tarea de ser felices,1 al tiempo que lo rechaza, fundamenta en él la base de derechos humanos emergentes. La lucha es la de aniquilar o reducir la pobreza, acabar con la inequidad, combatir la enfermedad. Esta actitud nos conduce a una contradicción: si el sufrimiento es el enemigo, si cada doliente tiene derecho a exigir derechos que lo mitiguen, entonces, tanto el dolor físico, como el psicológico, se convierten en fundamento de todas las contiendas. Mientras que en el pasado el precio de vivir significaba algo de dolor, hoy parece ser un virus que se debe erradicar.

Desde el siglo XX el individuo debe evaluar toda experiencia en términos de placer y displacer, existe una forma de euforia que obliga a buscar el placer, a tal grado, que admitir infelicidad es casi un cáncer del que hay que estar avergonzados. Nuevamente una dualidad nos acecha, por un lado debemos optimizar nuestras vidas en busca de hallar alegría perpetua, por el otro, debemos sentirnos avergonzados y castigarnos si no logramos este objetivo. Parece ser el precio de una era que se libró de Dios y que, sin embargo, encarna una bellísima idea: la de que tenemos el control absoluto sobre nuestro destino y que nuestra vida es un progreso constante que siempre supone un futuro mejor. Bruckner se pregunta cómo es que un principio enciclopédico liberador, el derecho a la felicidad, se haya trasformado en un dogma o hasta en un catecismo colectivo.

El mundo de las religiones justifica y hace del sufrimiento una exaltación casi artística, esto puede parecer cruel dado que nos condiciona a vivir con culpa y a perseguir al dolor como forma de redención, la felicidad se pospone, es una conquista que se alcanzará después de la muerte o tras la anulación del ego (lo que en buena medida equivale a la pérdida de identidad, otro modo de muerte) pero presentan un universo saturado de sentido (como el budismo, que hace que el resultado del dolor tenga sentido o el cristianismo que hace de eludir el pecado una carrera de meritocracia). Con la religión, el sufrimiento se convierte en un misterio que sirve para justificarlo todo. Sin embargo, como diría Nietzsche, el sufrimiento no eleva al hombre, sino que endurece su corazón y lo hace amargo.

La disociación cuerpo/ alma trajo consigo un repudio al propio ser, era apenas justo la reconciliación con el cuerpo, sin embrago la desmedida veneración que hoy se le prodiga replica los errores de las viejas religiones. La nueva cultura y el consumo nos incitan a buscar el paraíso en tierra, a buscar la juventud eterna y la sonrisa permanente, en una suerte de zanahoria que se aleja en la eternidad compacta de la vida terrena. Paraíso es, solamente el nombre que tiene el futuro cercano en que la casa de los sueños, el cuerpo soñado y la felicidad perseverante se tangibiliza, mientras tanto nos mata el aburrimiento y la dolorosa realidad de una vida imperfecta que siempre pide más, más rápido y mejor.

Es imposible no desear conjurar al dolor, inevitable no perseguir el placer, son derechos naturales del corazón humano al igual que las leyes de la materia en el mundo físico, pero, es preciso advertir que la tierra prometida en el futuro retrocede ante nosotros y extrañamente se parece cada vez más al cielo cristiano.

La alegría nos regala fortaleza y el dolor nos recuerda la fragilidad, nos hace humildes, ninguna es una religión, ni una panacea, no se es mejor ser humano de acuerdo a dosis de la una o la otra, uno es humano, punto, en ese proceso el dolor y el placer son invitados ineludibles, cuando ellos quieren, cuando les viene en gana, la estupidez estriba en resistirlos, en apresurarlos o en ahuyentarlos, en creer que al dominarlos habremos encontrado el paraíso. “Mañana”, remata Bruckner, una vez más se convierte en la categoría de eterno sacrificio y optimismo histórico que toma la apariencia de un purgatorio sin fin.

El dolor se curará mañana



La sospecha de que el paraíso puede estar en la Tierra, nos conmina a pensar en una eternidad de aburrimiento, por otra parte, la zozobra de que nuestros deseos perfectos arropados en el ropero de la ilusión se cumplan a medias, nos aterra, se requiere un gran coraje para aceptar la realidad, para arriesgarse a hacer de la precaria estancia en este planeta un vergel modesto.

Tan pronto como se pierde la guía de un sistema de creencias, se pierde el sentido de cumplir con un deber, todo se reduce a la trivialidad y la diversión, la más mínima molestia nos parece una afrenta. Desde el siglo XVIII, hasta hoy, la persistencia del sufrimiento como un flagelo inagotable, sigue siendo una obscenidad a la que se suma la falta de coartadas religiosas, el sufrimiento ya no significa nada, es lo que nos estorba, una terrible carga con la que no sabemos qué hacer. La década de 1960 por su parte alimentó otra ilusión, que también deriva directamente de la Ilustración: que la virtud y el placer, la moral y el instinto, podrían combinarse para llevar a los seres humanos, sin esfuerzo, hacia el deber, pero la ecuación no había de ser tan simple.


El hábito de renacer y la plaga del aburrimiento

¿Qué es un hábito? Bruckner nos responde que es una técnica que ayuda al ahorro de energía. Se origina como principio de conservación. Una vida sin vicios sería una pesadilla porque el hábito se ha convertido en una segunda naturaleza que nos ahorra esfuerzo repetido. Es una costumbre que nos permite dominar un arte u oficio que al principio nos repelen. No son simplemente rutinas, sino que también dan fe de nuestra fidelidad a nosotros mismos. El gran arte no consiste en romper las rutinas sino en la capacidad de hacer varios malabares para no ser dependiente de nuestros hábitos y ser creativos para ajustar nuestros viejos hábitos a nuevos tiempos e inventar nuevos. Eso es lo que llamamos un renacimiento. No somos obras maestras perfectas e incorruptibles, sino artesanos que deben modelarse para sobrevivir en un mundo impredecible y cambiante. Por otro lado vivimos anhelando la sorpresa, la excepción, la encrucijada que vuelva nuestras vidas en una experiencia de película. Debatidos entre lo cotidiano y el hambre de sorpresa nutrimos compulsivos dos sentimientos contradictorios: un odio patológico de lo espontáneo y el deseo de un apocalipsis beneficioso que abruptamente barra nuestra depresión. Más importante que la felicidad como tierra prometida está la humilde alegría de vivir en la tierra, la aventura efímera de descubrir bajo la capa de lo ordinario la belleza que subyace. En otras palabras, la vida cotidiana puede ser transfigurado si cada uno de nosotros, en su propio nivel, se convierte en un hacedor de milagros, un creador del Edén.

El aburrimiento tiene sus virtudes: nos postra, pero también nos obliga a realizar nuevas acciones, a experimentar, nos permite desarrollar más plenamente los recursos insospechados de tiempo. En su letargo, a veces es un preludio radical de cambio. Todo es temible en una sociedad de la diversión continua que nunca deja de satisfacer nuestros más mínimos deseos. Enfrentar obstáculos vencerlos, superarlos, añade valor al objeto, hay una especie de fatiga nociva pero existe otra que produce un placer, es la fatiga que corona una victoria difícil. El dolor desalienta a algunas personas pero puede galvanizar a otras. El dolor es una saludable llamada de atención para el cuerpo, una función vital que nos enfrenta a nuestros límites y que constituye “el baluarte final contra la locura y la muerte”.

Víctimas o sobrevivientes

El héroe contemporáneo es un héroe circunstancial, un guerrero accidental y no un valiente profesional. No hay nada que nuestra sociedad admire más que a un sobreviviente, quien ha salido ileso de un accidente, o ha vencido una enfermedad mortal, pareciera que un hálito sagrado los envuelve. Las opciones de la vida condenada al sinsentido parece fincarse a partir de una de estas dos posibilidades: una posibilidad aplastante que devora la realidad y ve todo lo que experimentamos como escaso e inadecuado. Y una posibilidad enriquecedora que saca a la luz todo lo que está latente en las personas, y se alimenta de ilusiones irrealizables. Bruckner las llama posibilidad-sarcófago y posibilidad crisálida: una es portadora de esterilidad, vislumbra la más mínima iniciativa como deficiente conlleva a la desesperación, la otra, se instala en una época más rica que es a la vez ruptura y continuidad de las preocupaciones y “lo que es dulce de imaginar “, como decía Kant sobre la utopía. En un caso la vida sucumbe bajo el peso de lo ilimitado, en la otra libera todas sus latencias cada que el sol se actualiza, en un ciclo de sueños que se evaporan.

No habría ningún castigo o pena si pudiéramos asignar una razón y un significado a todas las lesiones. Pero no podemos, y es por eso que el dolor sigue siendo innombrable, atroz, y no nos hace más sabios ni nos enseña nada. Pensar que podemos hacer la muerte, la enfermedad o la privación más fáciles de soportar, que podemos prepararnos para enfrentarlas, es una manera segura de envenenar nuestras vidas, de echar a perder el más mínimo placer.

En una de sus últimas entrevistas Carlos Monsiváis habla de la posibilidad de vivir como a uno le viene en gana, “Si eres creativamente responsible o eres imaginativo o tienes valor civil, aún es posible vivir como te da tu gana. Vivir como te da tu gana es algo que se oye fácil y que suena casi a bravata de cantina, pero es muy difícil, porque vivir como te da tu gana implica primero educar tu gana, no hacer de tu gana lo que quieras, no es ser cacique de pueblo ni presidente municipal de la frontera, es saber que tu gana es la forma más responsable y más creativa que está a tu disposición. Y en ese sentido Frida Kahlo es el ejemplo máximo, se da el lujo portentoso de hacer de su sufrimiento el espectáculo, huye de la compasión circundante representándose en el martirio y en el júbilo de la representación. Crear un personaje es atenerse a las reglas de ese personaje y respetarlo en sus términos”.

Occidente ha establecido tres actitudes canónicas para hacer frente al dolor: la humildad, el heroísmo y la rebeldía. Una de las formas de la rebeldía es negarse a adoptar la pose de víctimas o de caer en la religiosidad que elude, uno se pude rebelar a través del humor a los códigos habituales de sufrimiento. Las narraciones de estos insurrectos no son himnos a la gloria del hombre conquistador, sino a la gloria del hombre como un poeta travieso, incluso en la profundidad de su degradación y que transforma, por un instante, su tortura en un triunfo, en una aventura interior.

Contra la muerte, no hay ni victoria ni derrota, porque no es un adversario, tenemos que curarnos del deseo de curarlo todo y liberar a los seres humanos de su imperfección y su fragilidad, pero también sería absurdo exigir que cedemos al monstruo del sufrimiento y nos resignáramos pasivamente a nuestros límites, lo nuestro es persistir, intentar, volar aunque el cielo tenga límite. Somos libres para aflojar nuestras ataduras, pero no para librarnos de ellas para siempre, establecemos límites sólo para transgredirlos. Corresponde a cada generación continuar el combate que la anterior dejó, a sabiendas de que cada avance conduce a nuevas regresiones, que la eliminación de una plaga es seguida inmediatamente por la aparición de una nueva. El sufrimiento vuelve, pero en un lugar diferente, no como una fatalidad o un vestigio, sino como un doble inseparable que está entrelazado con nuestra vida y que tratamos de expulsar incluso aunque vemos que la lucha no tiene fin.

El “secreto” de una buena vida afirma Bruckner, es no buscar la felicidad como tal, hay que aceptarla sin preguntar si se le merece o no, nunca aferrarse a ella, ni lamentar su pérdida; dejar que se mantenga su carácter fantástico, que le permite surgir en medio de los días ordinarios o escabullirse en situaciones grandiosas.

“Cada noche me cuento una historia que me permite seguir despierta”

La frase anterior es de una de las pacientes del psiquiatra Boris Cyrulnik en su análisis sobre la resiliencia (esa capacidad de sobrevivencia que tienen algunos para vencer al dolor). La maravilla del dolor, estudia a los sobrevivientes de maltrato. Afirma, que los sobrevivientes se hacen dos preguntas fundamentales: ¿Por qué tengo que sufrir tanto? ¿Cómo voy a ser feliz de todos modos? El sobreviviente encarna una forma de oxímoron: al recibir un gran golpe, se adapta dividiéndose, la parte dañada sufre necrosis, la otra, mejor protegida, sana pero secreta, se reúne con la energía de la desesperación, con todo lo que puede seguir dando un poco de felicidad y sentido a la vida. “Sufriente pero feliz” “Herido pero resistente” como las dos partes del arco que sostienen el centro, dos fuerzas necesarias para el equilibrio.

Nuestros recuerdos se acumularían bajo la forma de imágenes caóticas, de las cuales sería difícil que surgiera algún sentido, hasta que son sustituidas por un relato. Todos elaboramos el relato que nos da biografía, pero en contextos de violencia, los poetas son superhombres que logran refugiarse en su mundo interior donde llegan a experimentar grandes sensaciones de belleza provocadas por sus representaciones íntimas. No se trata de erotizar el dolor, ahí está el dolor penoso e incesante, pero en lugar de provocar un gemido, provoca un desafío. Los sobrevivientes desarrollan en el fondo de sí mismos una extraña serenidad. Pero se sienten culpables, hijos de la intensidad, sienten vergu%u0308enza de haberse salvado mientras que perecían aquellos que amaban. Esta sensación la alimenta una sociedad que privilegia a la víctima, ayudar al desvalido confiera un sentimiento de bondad pero cuando los mártires se transforman en héroes, se vuelven sospechosos. En un estudio hecho por Cyrulnik, aquellos que habían tenido la infancia más dura, fueron los que tuvieron la vida adulta más armoniosa, probablemente porque pasaron por pruebas que los obligaron a proveerse de defensas positivas.

“Todas las penas son menos si las transformamos en relato”. Nos dejó dicho Sartre. La vida no es una historia, es una resolución incesante de problemas; no buscamos un final feliz, buscamos perdurar, la búsqueda de la felicidad y el placer son estrategias que nos ayudan a permanecer vivos, remata Cyrulnik. Somos un relato que privilegia el encadenamiento de acontecimientos significativos y nos otorga coherencia. La memoria alimenta nuestro relato, mismo que negociamos entre el que narra y el que escucha. Cada individuo, familia o pueblo crean su propia historia para fundarse, para reconocerse e incluso imponerse.



Ya lo dijo también el psicólogo Víktor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido, que eso, el sentido, es el asidero que sustenta la vida del sobreviviente, y la definición de responsabilidad que me dio un querido amigo Elías (con quien comparto estas lecturas y me ayuda a poner sentido), es la de ser autores de nuestra propia vida, esto más allá de ser una consigna que se busca en las estrellas, o una verdad que se transluce de un libro sagrado o filosófico, es un acto creativo, un atentado por encontrar rumbo donde realmente no lo hay, como el narrador que ordena palabras para articular mundos, como el lector que pesca recuerdos para traducir a su código dichos mundos, los hombres vivimos una existencia fugaz, efímera que probablemente pase inadvertida, pero no lo hace para la sensibilidad que habita y mientras habita, la posibilidad de dar historia es el derecho del vivo, de sentir valor en la presencia que un día habrá de irse ¿para qué? Nada más que para vivir y por vivir, al margen del dolor o las promesas de alegría, y eso es mucho, con su cuota de dolor y de placer, con su ruido y su silencio, con su principio y su fin

Referencias:

Alonso, Guadalupe. Entrevista “No tengo personaje; yo soy mi biblioteca. Carlos Monsiváis” en Revista de la Universidad de México. http://es.scribd.com/doc/101182910/No-Tengo-Personaje-Yo-Soy-Mi-Propia-Historia

Bruckner, Pascal. Perpetual Euphoria: On the Duty to Be Happy. New Jersey: Princeton University Press. 2000. Cyrulnik, Boris. La maravilla del dolor. Madrid: Granica. 2001.

Frankl, Viktor E. El hombre en busca de sentido. Madrid: Herder. 2004

1La traducción es mía.

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