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Regina Freyman

Lección primera

Aléjate del espejo, si te miras así se aparecerá el diablo, le dijo la tía Magu%u0308icha a Camila cuando la sorprendió desnuda en el baño de la abuela. Contemplarse se volvió un pasatiempo de Camila. Todos los días registraba cambios, los senos crecen desaforados, la sensibilidad despierta un nuevo espacio entre las piernas. Le gusta verse, la cara también, un rostro nuevo con el que hay que familiarizarse. Juega a bailar frente al espejo con parejas invisibles, hombres que le profesan admiración, reverencia. Espera al diablo, qué emoción, Lucifer aparecerá.

Entre los límites temporales de los nueve y catorce años surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza no humana sino de ninfas (o sea demoníaca).

No cree en dios, por supuesto, menos en el diablo, al menos no de la forma que la señora Carmelita insiste en proclamar en la clase de catecismo. Su papá es ateo, esas cosas no le importan, a su mamá, tal vez, pero no se habla de eso en casa. La Comunión es la ocasión para un desayuno elegante, pasan los años, Camila y sus hermanos no comulgan, los mandan al catecismo, para que no hablen los vecinos.

Camila tiene un grupo de amigos en la cuadra, se juntan por las tardes a jugar a las escondidas, a la botella de los besos o se meten a la camioneta abandonada a platicar sobre sexo. Camila juega a ser una especie de sacerdotisa, la profesora que les muestra las revistas pornográficas que se pudo robar de su padre, o les explica pedazos de un libro que se llama Todo lo que quiso saber sobre el sexo. Los jóvenes la miran con admiración, ella resuelve todas sus dudas, no le da pena, se siente importante, admirada, temida. Tal vez algunos niños sueñan con ella pero ninguno se atreve a decir nada. Camila tiene poder, eso la distingue.

Las ninfas son fuerzas infantiles, pasiones fértiles que habitan el bosque, hacen germinar un lago aquí o un arbusto acá; perseguidas por los sátiros, las ninfas destilan ráfagas creativas que preñan el campo de vericuetos, sendas, vegetación, espejos de agua para que se contemple el paisaje en ebullición. El cuerpo de Camilla se refleja así con sus bosques y sus montes que detonan la epidermis, toda ella danza excitada. Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.li.ta.

Camila cuida, después de la escuela, a dos vecinitos, la madre es modelo, por eso sale tanto, se quedan con su papá, pero no es lo mismo, así que Alejandra le paga a Camila para que le ayude a Manuel. Camila quiere ser como ella, perfecta, bien vestida; no existe otra mujer igual. Alejandra parece navegar por la vida mirando a los demás desde una ola gigante que sepulta cualquier acantilado. Manuel es un hombre divertido, se hizo amigo de todo el club de Camila, es su ídolo, un adulto que los procura, los lleva al cine y les enseña sobre rock, tiene todos los discos del mundo, convirtió su sala en un cine. El centro de su casa es un piano de cola en el que las notas de Manuel invocan el Paradise de Styx, a Lola de los Kinks, o a la nostalgia del Yesterday de los Beatles. La otra noche se quedaron todos a ver una película en su casa, Tess con Nastasia Kinsky. Todos se fueron a las ocho. Manuel y Camila siguieron viendo la película. Ella se siente muy orgullosa de ser la favorita de Manuel, antes de conocerse se habían visto en sueños. Compartían extrañas afinidades. Manuel le dijo que en Suecia las niñas pierden la virginidad a los catorce años, Camila piensa que eso hará, no sabe con quién pero se quitará ese ostentoso pero invisible escudo que llaman virginidad, que tanto preocupa a su mamá, a tía Magu%u0308icha (orgullosa, presume que nunca la perdió), a las vecinas, especialmente, a doña Carmelita. Manuel pasa la mano por su espalda, la niña siente que el bosque entero es sacudido por el viento: miedo y gusto a la vez, quiere quedarse y quitarse. Manuel le mete la mano por la manga, comienza a acariciarle los senos, sus pezones rígidos parecen tener ramificaciones que encienden toda la piel. Camila siente que se desmaya. No comprende, se va corriendo a casa.

Con el corazón batiente se queda dormida, sueña con Lucifer. Es precioso, tiene el rostro de Manuel, con sus alas tersas. Se mete en su cama, sus cuerpos se desprenden de las sábanas, vuelan. Se despierta y cae de la cama. Un placer distinto se coló entre sueños una humedad nueva la alarma. Llora.

A Camila no le gustó nunca jugar a la princesa, prefería ser la bruja. Una hechicera hermosa con poderes brillantes. Mujer que hace danzar a los bosques. Las princesas esperan sentadas un beso de amor, las brujas lo suscitan, tienen espejos para mirarse, para mirarlo todo, ventanas que alcanzan más allá. Sabias como las sirenas, rechazadas y bestiales como Lucifer, bellas como Venus o feas como Hefestos. Avisos que muestran caminos alternos al sendero común.

Al día siguiente quiere ver a Manuel pero no se atreve. Lo busca pero se le esconde. Se va sola a caminar por el jardín, se trepa al árbol donde le gusta ir a escribir. Manuel lo sabe, ella espera que la busque. El árbol es grande, muy viejo, el tronco se desparrama, no crece recto, serpentea rugoso, las raíces emergen del piso para volver a ocultarse entre la tierra, parece una gran pulpo.

--Se te ven los calzones-- le grita Manuel desde abajo y casi se cae del susto.-- Baja.

“Un racimo de estrellas brillaba plácidamente sobre nosotros, entre siluetas de largas hojas delgadas; ese cielo vibrante parecía tan desnudo como ella bajo su vestido liviano”.


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Se desliza temblorosa por las ramas, quiere bajar pero le gustaría quedarse flotando ahí por largo rato. Manuel la besa como nunca. Su lengua penetra su boca, todo el cuerpo se deshace, se vuelve líquida, es la ninfa de la laguna. Disuelta se deja llevar, discurre. Las caricias de Manuel son las manos del escultor que dan forma al lodo de sus aguas, pero no, su cuerpo no es estable, se derrite una y otra vez. Todo Manuel es una lengua que moldea su piel desfalleciente, que previene la desintegración, como la bola de helado que amenaza con escurrirse por el calor de la mano que sostiene el barquillo. Camila recupera el sentido, alcanza a balbucear que hagan el amor. Él le quita con cuidado los calzones sin siquiera mirar, de pie, las manos de él la recorren, descubre una nueva temperatura, el olor de los árboles y el canto de los pájaros que vuelven al nido, es un secreto antes no advertido. Él se baja los pantalones y exhibe un pene de hombre; Camila nunca lo había visto así, real y de cerca, le causa alarma pero no quiere dejar de mirarlo ¿Cómo es que algo puede causar excitación y alarma al mismo tiempo? Todo sucede de prisa, el hechizo se rompe, al sentirlo dentro un dolor que no entiende la despierta, ¿Dónde quedó el Paraíso prometido, el orgasmo mágico? Manuel le grita que se vaya rápido a su casa. Su voz suena nueva, no es ya la del cómplice sino la de un adulto represivo, rojo de cólera o ardor. Ella se lleva la impresión de un pene firme que buscará una y mil veces, la excitación de un territorio que siempre se promete nuevo. Cada despedida a partir de entonces, un atisbo de muerte, soledad absoluta, despeñadero al que se aferra sin suerte en busca de más.

En su cuarto se siente sola como nunca, no era lo que esperaba, se queda dormida; un charco de sangre la despierta, sus hermanos duermen junto a ella, se alarman sin respuesta ¿Por qué Camila es un charco de sangre? Ya es una mujer, recupera la sonrisa, todo duele, mas sabe algo que los niños ignoran.

“Yo me empecinaba en mi paraíso escogido: Un paraíso cuyos cielos tenían el color de las llamas infernales, pero con todo un paraíso”.

Las hadas de los cuentos son las mismas que las brujas, heredaron los atributos de las ninfas seductoras, el poder sobre el destino de las Parcas, que siempre resguardan las ruecas. Camila quiere poder sobre el amor y el destino, por eso cuenta cuentos, en ellos puede lo que la realidad le niega. Lucifer, el portador de la luz, Venus, lucero del alba, luz inseparable de la sombra, vuelo y caída. Ángel de la rebeldía. Ambiguo como los seres humanos, dolor y gozo, bestia y ángel. Ya no se mira al espejo, es dueña de su espejo, todos la miran. Ella mira a Venus, escucha el eco de su silencio, todo valor se disipa, nada es bello o feo, no existe ni el bien ni el mal, todo simplemente es. La caída es otra forma de ascenso, se ha vuelto libre.

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