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Regina Freyman

Noche de paz


Mi abuela era un edificio vació, tras sus enormes ojos aún hermosos se translucía el espacio inhabitado de lo que antes fue bullicio. Y es que Marcela siempre fue como un edificio multifamiliar ocupado por pasiones disímbolas, múltiples, pero eso sí, intensas. Dice mi madre y yo lo vi, que podía ser un trasatlántico en año nuevo zarpando el mar llena de luces, música, vino y serpentinas saltando enmarañados, era también, en días grises, una opera en penumbra, las voces graves o agudas que propagan el dolor intenso. Su mejor atuendo lo lucía en navidad cuando se llenaba de cuentos e iba por la vida como un pino salpicado de luces, de fantasía intermitente al tiempo cálida y misteriosa. Para mis tíos la navidad era ella, la temporada usaba como pretexto el nacimiento bíblico o el ornato mercantil de Santa Claus, pero la verdad es que la navidad era una corona de recuerdos, nada menos que la infancia de mi madre y mis tíos ordenada en una guirnalda, a mi hermana y a mí poco nos importaba la leyenda del niño en el pesebre, festejábamos el día en que mi abuela les puso a mis tíos bajo el árbol el muñeco que hacía raspados, las campanas del trineo inexistente que por obsesión de mi abuela y sugestión de los niños, era más real que el espíritu santo; o la sonata en carcajada de las miles de veces que la abuela perdió las llaves en algún mostrador de tienda el día de navidad.

Una tarde mi abuela tomó un tequila como lo hacía tan a menudo, un dolor de cabeza intenso la fue despojando de sí misma, uno a uno fueron desalojados los sentimientos, al principio dejaron algunos muebles que le servían a la memoria de asidero, primero se volvió un laberinto de artefactos abandonados, de recuerdos y fantasmas superpuestos, paulatinamente se fue vaciando como se desagua una piscina y quedó así, hueca como una cueva que repite el eco.

La verdades es que a partir del percance, y tras un mes de hospital, dejé de verla, me era difícil soportar el dolor de ser testigo del hundimiento de ese crucero de jolgorio. Pero era navidad y era ineludible pasarla con ella, en el fondo a mi madre y a mis tíos les pesaba también porque la navidad se había quedado deshabitada, era una isla perdida en el Atlántico, un paraje bello pero sin rumbo. Llegamos a casa de mi tía Rosario, todo estaba dispuesto como tienda elegante, un árbol enorme en oro y blanco con unicornios de cristal, esferas de vidrio sobre las mesas contenían paisajes nevados que cantaban villancico al unísono, la música de fondo anunciaba el caos, la orfandad que disimulaban mi madre y sus hermanos.

La conversación era impostada, había que matar el silencio con gritos corteses que disimulaban chistes amargos, mi abuela era el centro de la reunión, miraba sin ver y todos los presentes la espiaban con el rabillo del ojo en espera de una reacción. Las familias se esforzaban por mostrarse bien avenidas y educadas, se preguntaban por el porvenir, nos cuestionaban a los hijos sobre resultados escolares o rankings deportivos, se halagaban la camisa, la comida. Las copas chocaron en varias ocasiones, las voces de mis tíos subían en escalada, nosotros los niños no entendimos el discurso pero mi madre y sus hermanos comenzaron a insultarse, se veía a las palabras volar de un lado para el otro explotando como juegos pirotécnicos que lastiman la vista, mi abuela imperturbable las esquivaba con las manos como espantando mariposas, nosotros llorábamos sin atención. Mi abuela, sin mover la vista dijo, soy un edificio vació, aquí no vive nadie. Fue entonces que mi madre y sus hermanos se callaron de golpe. El vació comenzó a ser expansivo, se apagaron las luces del árbol, se callaron las esferas navideñas, el pino se tornó seco y amarillo, reinó el silencio, fue noche de paz.

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