La tarde de la ciudad trémula
- Regina Freyman
- 28 oct 2011
- 5 Min. de lectura

Ciudadana de todos los mundos; anfitriona de almas peregrinas; caminante de tardes agónicas... decidí sucumbir para siempre.
Nada sobre la Tierra permanecía oculto para mí: la inmensidad azul o grisácea de los cielos; la bienvenida alegre de los paseantes; la línea recta intermitente que secciona las calles de asfalto; las cloacas con su fauna putrefacta; los parques con los niños correteando; los cerros cabeceando las nubes; los amaneceres radiantes; los crepúsculos lánguidos; las tempestades, la inercia, la prisa, el estruendo; la piedad y la gula, la lujuria y los mendigos que limpian parabrisas.
De día, como un buena madre, ofrezco mi seno, doy paso y hogar a los hombres. De noche, me enciendo completa, resguardo sus sueño y amparo sus caricias. He sufrido el maltrato en las entrañas, el saqueo de mis bosques, la erosión de mi suelo, el maltrato de mis ancianos; he visto cambiar los climas, me quedo sedienta y pierdo manantiales que en otro tiempo arropaban mis carnes. Conozco el uranio, el petróleo y la plata; en mí se siembra el agave, brotan los elotes y pahstan los borregos. He tenido entre mis brazos a hombres de todas las razas; he escuchado lenguas de todas las latitudes. He sido testigo de los ritos más paganos, de los más obscuros raptos. Innúmeras veces se remueven en mi faz el amor, la muerte y la esperanza.
Ancianos de barba plateada se sentaban en mis bancas, mirando al horizonte con ojos colmados; niños de mejillas frescas y triunfales animaban mis calles; músicas de genios ausentes retumbaban entre mis muros; visionarios de mil ideales ocultos se tendían sobre mi espalda, pretendiendo descifrar cada cual su enigma; amantes, de carnes febriles o yertas, consumaban el acto genésico; vendedores, aventureros, prostitutas ricas y vagabundos tristes, chemos envilecidos recorrieron sin cesar mis banquetas; perros famélicos, ratas, y gatos destinados al abandono compartieron mis inquietudes. Alojé pirámides y un castillo virreinal; un niño recién nacido y un moribundo; un banquero y un poeta; un santo y un prófugo. Conozco todos los vicios del hombre; las brumas de la justicia; el orden de los astros. Lo conozco todo, y decidí sucumbir.
Fue una tarde soleada, muy tibia.
Ha tiempo me asediaba el terror, la congoja, todos esos sentimientos pestilentes que agitan al hombre en cuanto la vejez se acerca. Una sensación inexplicable —mezcla de tedio y nostalgia por la juventud extinguida— me oprimía. Palpitaba yo, pues, ausente, extraña a mí misma, como un burbuja sin rumbo a punto de reventar. No ansié nunca ser inmortal, porque ello presupone el hastío. Tampoco temí jamás a la muerte.
En cambio, me llenó siempre de cruel espanto la vejez. La decrepitud de una ciudad explotada es el espectáculo más monstruoso que pueda darse. La decadencia de un ser triunfante de la Naturaleza sólo tiene un paralelo: el río, que, al secarse, muestra sin pudor alguno su ridícula osamenta. En un tiempo, sus aguas profundas y verdes contenían el secreto de toda belleza; hoy, sobre sus piedras ardientes cantan los grillos feos, los sapos, y millones de moscas ventrudas olfatean y engullen el excremento de los asnos.
Mi terror, por consiguiente, era justificado.
No deseaba yo —testigo de lunas y soles— verme seca y sin verdor transitada por almas sin rumbo ni sueños, comenzaron mis músculos a retorcerse en siniestras contorsiones, como una epiléptica en el desierto inútil. No deseaba ser ruina, guarida de vicios y seres mezquinos. Pronto mis construcciones serían sutura gris de mis colinas agónicas, mis barrancos repletos de basura; mis árboles sin savia serán monumentos de muerte ; se crispará mi centro; y mis dos queridos volcanes quedarán como testigos fúnebres de mis despojos. Deshabitada, absurda, no tendría más valor que una reminiscencia. Imitaría, imperfectamente, sobre la superficie de este azul planeta, una ruina esquelética, el cadáver de un pueblo que despiertan la ansiedad y contagia la desdicha. Pertenecería a lo que fue. Toda predicción sobre la grandeza de mis hombres, la esperanza de mi comunidad, mi historia pisoteada, no quieto ser parodia de la gran Tenochtitlán, ni remedo ridículo de París o Nueva York. El tiempo pasa y desdibujan mi rostro, me pierdo en la esperanza de ser con plenitud, mis hombres pierden el rumbo, y la desconfianza es un virus que resquebraja mis estructuras. No quieto ser la tierra del miedo ni la ciudad de cabezas rodantes, no quiero ser cementerio de instituciones, de futuros truncados, tierra de hombres desleales.
Así, pues, deseé fenecer en la inmensidad de la tarde, derretirme con el sol que se oculta, seguir su ocultamiento que anida detrás de las montañas.
Ocurrió bien simplemente.
Sonaba la música en todos mis confines, era día de fiesta. Se bebía tequila, cerveza helada y mezcal. Se comían tostadas, quesadillas y dulces de cajeta. Bailaban los ciudadanos, uno que otro delegado y el Presidente. Los niños honraban sus banderas y tronaban uno que otro cohete. Un hombre solitario, junto a una grúa, limpiaba nerviosamente sus gafas. Otro, más viejo que éste, miraba pensativamente al horizonte. En la fachada de mi palacio nacional se iluminaba con focos de colores y escarcha tricolor este mensaje:
"Viva México"
Dos jovencitos núbiles, con las mejillas encendidas de deseo, tejían un sueño imposible de azahares, virginidad e incienso.
No sentí la menor inquietud o temor, el más leve remordimiento. ¡Era tan pueril todo aquello! ¡Es tan pueril realmente la vida de estos hombres!
Miré por última vez al cielo alto, rosado;al sol sangrante; a las nubes inquietas; a la concavidad profunda del horizonte. Una temblor abrasadora —deseo de sacudirme tanto insensato— me estrujó las entrañas, cual si un fuego repentino hubiera estallado en mi pecho y se propagara a través de mis arterias. Me sacudí con fuerza. Los edificios cayeron como naipes unos sobre otros, o se contrajeron en reverencia implorando misericordia, se precipitaron en mi vientre todas mis aguas inundándome las entrañas. Cesó la música. Se apagaron las luces. Cantaron todas las sirenas alertando sin remedio...
Y me convulsioné. Me revolqué cruelmente con un mundo a cuestas; con el hombre que limpiaba sus gafas; con los caballitos de tequila; con las trompetas de los mariachis; con la banda presidencial; con mil fuegos pirotécnicos que festejaron la destrucción...
Y otro mundo más noble, infinitamente más bello, salió a mi encuentro. Un mundo silencioso, nubes de polvo se bebieron los lamentos. Árboles sobreviventes, cerros apacibles, tierra virgen se sostuvo perdida entre mis escombros.
Cuando todo cayó escuché el canto triunfal de todas las aves. Y me eché a dormir así, un poco fatigada, otro poco orgullosa, pensando con angustia en esas ciudades infames donde los hombres decrépitos se retuercen vencidos, cobardes, enfermos...
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