Diálogo a propósito del año internacional de los bosques
- Héctor Sánchezbenitez Tamayo/Regina Freyman
- 24 may 2011
- 4 Min. de lectura

No era territorio el bosque de los humanos, lo arrebatamos a otra especie de seres inteligentes y muy parecidos a nosotros pero distintos, eran de la especie de los Neandertales, monstruos de las nieves; ellos tenían a los bosques y a las cavernas antes que los hombres y los matamos para quedarnos con esos territorios que habrían de quedar cargados de horror y muerte, más allá de la que es propia de su naturaleza.
Y sin embargo lo es. Para penetrarlo, para soñar salvarlo o para destruirlo de una vez. Y la naturaleza está en nosotros a pesar de nosotros, queremos pensarnos poderosos, artífices del híbris, sentirnos dioses pero la pequeñez nos arrastra con una ola, con nuestro propio encono, o una mañana cualquiera, el corazón no late más, la piel se torna escama seca, en el lecho morimos igual que un perro, una ave o una flor. Nada está por encima, nada es inevitable. La Diosa lo perdona todo hasta que un día se sacude a las hormigas que le han comido las entrañas.
Venimos de las selvas y de las sabanas a invadir los bosques y romper el orden natural, nuestra naturaleza se impuso en contra de todos los desafíos, así somos y por eso nos desafiamos ahora como siempre, probablemente nos exterminemos como lo hemos hecho con tantas vidas, no es el demonio que portamos, es el que desde lo oculto, desde detrás de la luz dictó las condiciones de la esencia vital, su destrucción.
El orden natural no se quebranta estaba escrito, las polaridades son movimientos telúricos que ordenan el discurso, la historia, el drama o la comedia. La imposición, es hija de Fortuna que para girar deja que el poder le de impulso, como el viento o los tornados que devastan los campos como el tifón o la marea. La maldad o la bondad son cicatrices, huellas o marcas de un sendero, son la vocal o la consonante que se alternan para dar sentido, lo mismo que el dolor y el placer cincelan el rostro de lo efímero. Los demonios o los ángeles dos rutas de vuelo ¿Hasta cuándo y para qué? Infértil dar respuesta, la luz y la oscuridad se abrazan y se anulan. Vibra mientras se puede, brillar mientras se mueve, berrea hasta donde la voz alcance, Eco no responde y Narciso se contempla, pero Céfiro es más sabio porque vuela sin esperar respuesta, sin detenerse a mirar su paso.
El mar, la selva y el bosque fueron impenetrables terrenos que provocaron en nuestras imaginerías los más bellos y aterradores mitos, fantasías y cuentos; la selva era nuestro vientre y la interpretamos como fuente de vida, la sabana nos irguió para ver a la distancia, la más remota que la vista alcanzara, nos aficionó a mirar lejos, a confiar en los ojos, a perfeccionar ese sentido que transformó el conocimiento en figurativo; el mar no pudimos penetrarlo en los tiempos de los magos sino de los científicos, los mitos así pudieron ser cualquier cosa; el bosque tan extenso a nuestros ojos e impenetrable a la distancia como el mar pudimos explorarlo, penetrar sus entrañas al tiempo que construimos culturas y civilizaciones, en que el apetito por el poder y la fantasía mística reinaban entre los humanos ávidos de poseerlos.
Hay un mar en la conciencia, hay una selva en cada sueño, un bosque que se extiende por la piel, con zonas húmedas como lagos, con áridas montañas, con sus ciclos y mareas, las raíces nos aferran pero los brazos se extienden hacia el sol. Codiciosos, lujuriosos, soberbios o venenosos, frágiles y temerosos, sin destino eterno, a penas el aliento que se va enredado entre ramas de árbol, en el río que se agota, en la fiebre de un verano o en la noche que se estrella contra el arrecife de la montaña que ha parido al sol.
En los bosques se entra y se conocen sus entrañas, sus múltiples vidas y muertes, se experimentan sensaciones peculiares de soledad observada desde los muchos recovecos que forman los árboles, las piedras, las hierbas o las ramas muertas. Se puede estar dentro de ese extenso follaje y perder la orientación o la iluminación del sol que tanta certeza brinda a nuestros pequeñas inteligencias que tanto temen a la noche y a la inmensidad que nos permite conocer cuando la apreciamos. Los duendes, las brujas, los hechiceros y alquimistas; las hadas, los príncipes y las princesas, los caballeros solitarios nacieron en los bosques y ahí se refugian para salvaguardar una parte del alma humana, una voluntad que se conquistó porque no se tuvo en el origen, somos de la selva y la sabana, ahí estuvo la naturaleza original; junto al espíritu de la devastación que nos posee desde el principio ha crecido casi independiente el de la ficción, el de la transformación de la naturaleza en creación humana.
Selva o sabana, concreto y metal. Fantásticos o mortales. Tan breves y contenidos, tan libres, tan perennes. Una palabra susurra el aliento a los cuatro vientos: Sino, en una palabra breve habita la afirmación y la negación, devastador camino que señala el único posible rumbo del destino.
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