Nueva religión
- Regina Freyman
- 6 may 2011
- 4 Min. de lectura
Camila piensa que se llena de nombres como Santa de estampitas, como la vírgen que tiene mil advocaciones. Todos los días, escribe un cuento distinto que, como oración, levanta una plegaria para atenuar la pena, para confesar la culpa, para agradecer la vida, para excitarse o regañarse, para divertirse y, al fin, para venerarse o advertirse. Es la dulcísima Fátima, la loca de Juana, la traviesa Sylvia, así con y griega (ye, ahora) como vagina pronunciada. Se cuelga milagritos como quejas o como piropos.

También le reza a su Santo con devoción. Unas veces es niño como el Santo Niño de Atocha o con el corazón abierto como el Jesús del Sagrado Ídem. Otras, se vuelve pagana y lo acaricia pensando que es Príapo, con su miembro enorme como cohete para viajar al espacio sideral. Esas licencias se las permiten por ser atea confesa y la verdad es que se divierte muchísimo jugando a los santitos, coleccionando estampitas con su plegaria narrativa.
Cada día una historia nueva, una de ida y otra de vuelta y crea así una religión personal. Se preguntarán si existe en su liturgia el milagro, no puede más que mirar al cielo conmovida por la serie de eventos ascéticos que la llevan al éxtasis.
Sus rituales abarcan desde el bendito Verbo y sus variantes sintagmáticas, hasta la música que asciende a las esferas celestes. Como toda buena mística ritual, se abarcan todos los sentidos (y ya lleva dos). El tacto, el olfato y el gusto se ejercen en recorridos privados donde la Ostia se presenta natural, sin metáforas ni alegorías de por medio. Se bebe con su Santo , se come en un canibalismo inofensivo hasta quedar exhaustos, redimidos.
El problema se desató cuando, por contagio, su religión exclusiva (sólo comprendía dos miembros y dos figuras de veneración, que además eran las mismas, es decir, se desdoblaban en adeptos y venerados. En tiempos de crisis y conforme a principios ecológicos tan en boga, se es austero y se recicla, atrás quedaron los tiempos de trinidades sofisticadas) comenzó a expandirse. Se cree que su Santo y ella exhudaban cierta combinación de feromonas que se destilaban en el aire como una fragancia inquietante que alteraba a quienes, con disimulo, paseaban por su templo.
Será preciso aclarar que en tiempos materialistas y de fe productiva, el templo era una oficina llena de luz, natural y eléctrica; esta última hacía posible la habilitación de medios electrónicos indispensables para la propagación de la palabra, al tiempo, para la infame labor que, como miembros de la clase trabajadora y feligreses de una secta limitada, debíamos ejecutar para el sustento económico de la orden.
Al Santo patrono de Camila como ya lo llamaban con cinismo algunos impíos, le preocupaba muchísimo el hermetismo que salvaguardaba el Credo. Cuánta razón tenía, piensa hoy que falsos creyentes los siguen como zombis de un lado al otro, impidiendo la exclusividad y la secrecía.
La primera fue una secretaria rubia y chaparrita que le daba por el baile. En otros tiempos se esmeró en ser la más expedita y eficiente, abandonando así todo placer personal. Truncó su prestigio por el baile que resultaba de mayor gozo y ponía en práctica una sensualidad otrora enlatada. Su cuerpo se agachaba en una gimnasia eucarística innecesaria para una religión donde los encuentros corpóreos eran en extremo directos. Lo cierto es que ella buscaba acercamiento pero no sabía, a ciencia cierta cómo ni con quién. Se decía una mujer liberada que perseguía sexo sin amor, el puro placer. Pero se le notaba ansiosa, aburrida, corriendo para no pensar en sí. Algo le hacía falta, algo más que simple sexo.
Después fue la enfermera de piso, era una mujer menudita de voz infantil y maneras suaves, compasiva y discreta. Parecía ansiosa por encontrar una historia alegre. Su pregunta era clara ¿es por vías de la razón o de la emoción? Al Santo le gustaba apostar por la primera y a Camila por la segunda, sin embargo, eso es siempre una mascarada y una pretensión. La discusión que desató la enfermera pareció una lucha máscara contra cabellera, por supuesto, nada quedó claro. Sabían, sin embargo que, con razón o sin ella la dulce enfermera se encontraba ya en terrenos incontrolables.
Don Fermín era abogado, mayor de 60, pulcro, muy puntual, digno de confianza. Comenzó a enloquecer con los bailes de la rubia, abandonó el saludo de mano por abrazos cachondones. Por esa época se descompuso el aire acondicionado, la ropa se volvió ligera, se inauguró una primavera perpetua. Uno a uno todos en la oficina se hicieron conversos del cuerpo y sus deleites. La oficina dejó de producir, los teléfonos no se volvieron a contestar. Encerrados a piedra y lodo los burócratas practican su nueva religión de amor. Abandonaron familia como dijera el Señor, aman a su prójimo en cuerpo y alma. Dicen los expertos teólogos que en esa pequeña oficina se erradicó el pecado, pero Camila y sus Santito se escaparon, despojados de intimidad, ahora rezan su rosario en otro lado, en un confesionario donde sólo caben dos.
Pero cuentan por el barrio que del cuartucho salen mil historias, confesiones de amantes, penitencias del corazón que como virus vuelan por el aire incitando a los paseantes el mismo acto de comunión.
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