El camino del desengaño no lleva a la salvación
del yo sino a la revelación de una vacuidad
inefable e indecible; no vemos una aparición sino
una desaparición: la de nosotros mismos en un
vacío radiante.
Octavio Paz
Existen muchas formas de resguardo, la intermitencia, el descrédito y por supuesto el fingimiento. Otra más, la más eficaz, es el autoengaño y elmimetismo, por eso comenzó a contarse cuentos, era su propia autora e interprete, jugaba a dibujarse tenue. No es que no considerara que su vida había sido bien vivida, no. No existe tal, la vida se despliega y es, no más. Su reticencia, su contención, su mutismo desmedido incluso, eran un traje de piel que se ceñía desde las entrañas y, fingimiento o no, ella era su primer víctima, así que no creía en borronear y menos en lamentarse, para llegar hasta ahí había sido necesario el puente de paso, el trayecto por migración.
Seguro que amar era una experiencia parecida a la de pintar, se ensayan miles de trazos y estilos hasta encontrar los propios. No consiste en hacerlo bien o mal esas son valoraciones ajenas, groseras. Se pinta y ya, se es y ya. Se ama y ya, sin plan premeditado, sin reglamentar los besos o los gemidos, sin imponerle rutas ni tiempo a las caricias.
Sabía que su amor por él era poco realista, tal vez insensato, pecador, definitivamente. A veces le daba fuerza sentirse correspondida, otras, como cualquier enamorado, trillado hasta el infinito, se sentía desolada, habitante marginal de ilusiones vanas. Pero era, no más, ni menos.
Había días en que él la amaba, sobretodo cuando jugaba a ser su sombra, cuando andaba despacito como un camaleón humilde, diminuto león verde que se arrastra, símbolo de la astucia, disimulo y sagacidad, que fácilmente se acomoda al gusto y parecer de su dueño. Si había que llorar o reír, mirar las estrellas o atajar al sol, ella adoptaba el clima, el ánimo o el tiempo que alimentara el capricho de su regente.
Otras veces era ignorada. Ni una caricia, ni una palmada, ni siquiera una mirada. Entonces soñaba con una morada escondida bajo otra, un hogar amplio enterrado en el sótano de la primera planta. Al soñar siempre se preguntaba cómo es que los habitantes de la que servía de fachada no se percataban de la mansión o se mudaban allá. Muchas noches transitó por su jardín con esa fuente enorme, por la sala de té de ventanales donde una mujer anciana la espera para platicar. Hay noches en que le gustaría escapar y resguardaras ahí por siempre. En esa guarida donde no tiene que jugar a lo que dice la mano hace la tras.
Pero esa mañana la despertó la lujuria la llevó hasta la cama de él, pensó que su vida entera había evitado ser una imbécil, palabra que heredamos de los griegos y que significa bastón, la usaban para llamar a aquellos que vivían apoyándose sobre los demás, los que dependían de alguien para poder caminar. Y la gran paradoja era que siempre había usado a los otros de bastón aunque, según ella, se mantenía a salvo. Ahora ya no le importaba ser una imbécil por él, así que se sumergió desnuda entre las sábanas como un personaje núbil que se adentra de por vida entre las páginas. Posó sus labios en su brazo izquierdo y lo besó. Paulatinamente abrió la boca y comenzó a succionar, sus mejilla amoratadas comenzaron a destilar una suerte de tinta verdosa y naranja que se introdujo en la piel. El brazo inflamado parecía absorber la saliva de la joven, sus ojos desorbitados acusaban placer y muerte. Un grito de pánico los ató para siempre.
Él no dice mucho, se ha vuelto taciturno y ensimismado, ella quieta se aferra al brazo, verde y pequeñita, silenciosa y obediente parece moverse lenta mientras el bíceps de su amado se contrae para levantar una pesa. Bajo su reptilicia figura se puede leer:
Tú Carla.