"...como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre..." Kafka
Cuando llegaron a trabajar al circo habían dejado la infancia a la vuelta de la esquina, pero como crecer es un acto intermitente, esquivo, sus niñadas asomaban como chipotes o moretones de un cuerpo golpeado que no sana nunca del todo. Sus gráciles figuras, su pericia para dar piruetas en el aire no era únicamente una condición de espíritu preso de la fantasía, también era un talento físico digno de ser aprovechado. Para ellos saltar es una forma de escapar de lo terreno, de las leyes de gravedad, detestan la pesadez y husmean en los terrenos de lo volátil. Escapistas profesionales que sienten cómo el alma, por instantes, se suspende entre el suelo y la consciencia, entre la razón y la pena de no tener alas.
El dueño del circo lo sabía y por ello se obstinaba en hacer coincidir sus caminos.
Claro que todo llevaría su tiempo y, como principio, se necesitaba tender una red que primero sería una trampa para cazarlos, del mismo modo como Hefestos atrapó en el lecho a Venus con Marte. No se trataba de venganza alguna, era la forma de trabar su fidelidad consciente de que era un espectáculo único, dos figuras eternas que se acoplan en el aire con la naturalidad de peces o aves que emigran con naturalidad de un lado al otro, prodigios comunes que se admiran sin sobresalto.
El hilo tenue que tejería la red saldría de sus propios cuerpos. Como arañas tejedoras engarzaron una amistad que se hilvanó de palabras y confesiones, un sinuoso zarzal, caprichoso e intrincado, tapiz multicolor que a lo lejos parece una sola pieza, antigua, resistente.
Se incorporaban los días y se encadenaban los actos de tal forma que la red parecía camino y calendario, sentían que era una pauta hecha de cielo que anudaban con estrellas y así fue que todo aquello les supo a presagio, subieron a la red y comenzaron por dar saltos discretos que entusiasmaban al espíritu y conmovían al estómago.
Con cada elevación se sobreponía una nausea que emergía desde la consciencia y traía a la superficie los recuerdos más lejanos, alegres y dolorosos, tímidos y emancipados, exhibicionistas y sobrevalorados, otros más ninguneados que se había enterrado como cicatriz. Entonces comenzaron a tejer cuentos que incorporaron a la malla como fotografía de un álbum viejo en el que los dos eran protagonistas. Pero el lenguaje y los días empezaron a quedarles chicos, fue entonces que se les ocurrió lo del trapecio. Su argumento escaló los aires y montaban coreografías con todo el cuerpo en un idioma mudo, pero preciso y claro. Allá arriba no había sitio para la confusión pero el riesgo se intensificó de tal suerte que les creció el amor y, por lo menos a ella, el miedo, de él se sabe poco porque es celoso de sus secretos.
Sus cuentos e historias se volvieron piruetas y remolinos donde una mano que sostiene a otra desde la altura es un verso contundente pero peligroso.
Primero, por afán profesional de perfección, después por costumbre y necesidad, buscaban permanecer día y noche en el trapecio. De esta manera de vivir no se deducían, aparentemente, dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, la mirada atenta de espectadores intrigados y celosos por los voladores enamorados. Era sabido que no vivían así por capricho y que sólo de aquella manera podían estar siempre entrenados y conservar la extrema perfección de su arte.
Como ya dijimos, a ella el miedo la poseyó como tela ceñida al cuero ¿podrían ya cesar por completo? ¿Seguiría aumentando el peligro día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño, aparentemente tranquilo, la primera arruga en la lisa frente infantil de la artista del trapecio.
En un acto arriesgado pero certero, él, su amante sextual, orquestó un número a tres pistas, piruetas que saltaron desde un trampolín pequeño hasta aterrizar en el sueño de ella, con saltos y maromas, explicó que la red era un texto fuerte que siempre estaría ahí para amortizar caídas, con suerte y un poco de impulso se alcanza el cielo de nuevo, le susurró mientras dormía.
Ella confiesa que no termina por dominar el miedo pero confía en que, bien administrado, es el incentivo que engalana un buen acto en el trapecio.
A penas soy un narrador deficiente, por tanto, poco sé, yo mismo arriesgo piruetas buscando finales para los artistas del trapecio. Puedo especular que su afán escapista los arroja cada día más por los aires, prolongando la vida y rifándose hasta la muerte. Seria gracioso pensar en ellos como la supuesta piedra del sastrecillo valiente quien, embaucando a un pueblo entero se proclamó capaz de lanzar una piedra lo más alto posible y, timador profesional, canjeo ave por piedra, por supuesto que la piedra no volvió y el sastrecillo se salió con la suya. Sé de cierto que los trapecistas ni son tan niños ni son tan ingenuos, sé por ejemplo que la red se tejió de artimañas y, aunque lo nieguen, esperan que las cuerdas los detonen hacia el cielo en un abrazo contundente, en una fuga permanente, en un acto de asombro que los retire por siempre de la zozobra, de las coreografías impuestas, que los aleje del suelo y su inmundicia.