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Lección especular o de cómo se cautivan los secretos

  • Regina Freyman
  • 8 nov 2010
  • 4 Min. de lectura

Eras, instante, tan claro.

Perdidamente te alejas, Dejando erguido al deseo Con sus vagas ansias tercas. Pero escapa el deseo Por la noche entreabierta, Y en el límpido reposo El cuerpo se contempla. Vidrio de agua en mano del hastío. Ya retornan las nubes en bandadas Por el cielo, con luces embozadas Huyendo al asfalto en desvarío. Luis Cernuda Por una carretera sinuosa se llega al Valle de los espejos. Desde la altura se miran los recuadros de luna quieta. Rectángulos o cuadrados, vidrios de agua, desafiantes reflejos.


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Cuentan en el pueblo que fue justo ahí donde unos lancheros indígenas descubrieron el arte de hacer espejos. El agua de esas lagunas es cálida, tanto, que borbotea. Del fondo surgen placas de barro negro y brillante que se solidifican al tocar la superficie con un beso del viento céfiro. Sólo ahí se confeccionan espejos para doncellas enamoradas, o los tradicionales que no reflejan vampiros. Hay espejos para navegantes, o para brujas pretenciosas. Otros más que roban almas y conservan juventud. Existen los más caros y sofisticados que revelan el mundo a la inversa. Viajé a ese paraje con la esperanza de encontrar el espejo que guarda la cara de mi amante. Conducía sola para ordenar mis sentimientos en erupción. Conmigo, viajero y copiloto, iba mi antiguo diario, guardaba cuentos viejos, narraciones de astros en fuga, alineaciones transitorias de mi planeta regente con el de otros que, por momentos, hicieron cuadratura. Todo eso había pasado y por tanto pensé en un ritual (quizás absurdo especulo ahora, pero en ese momento pareció un designio incuestionable) debía tirar mi cuaderno de tapaderas negras que ostentaba un espejo de mano con la luna como faz. Construiría una historia nueva, la última, tal vez definitiva. No sé comenzar de la nada, así que arrojé el diario al agua. Las palabras se escurrieron liberándose como peces que revoloteaban entre las ondas expansivas de mi despojo. Pensé que aquel espejo acuoso, perdido en el valle de sus iguales, era un gran plato de sopa, sopa de letras por supuesto. Metí la mano en ese saco roto, se abrazaron a mi mano como pegajosas plumas una serie se palabras: espejo, hechizo, cautiva, fascinar y encantar. Me las puse todas como condecoraciones y supe luego que tú, sí, tú que lees y me lees, para quien escribo desde hace un tiempo, pensaste que eran insignias que gritaban un secreto, claves que delataban un misterio. Me instas desde entonces a guardar mis secretos, a dejar de ostentarlos como niña presumida, a no eruptarlos entre groserías. Me regalaste una llave para que no olvidara cerrar la boca, para que me acordara de la insolencia de Pandora. Insisto que no es fácil porque no soy una si no dos, una vive, la otra cuenta; una custodia la llave, la otra la roba. A una le gusta la tierra firme, a la otra, provocar sismos. Dices que la verdad se me fuga hasta en la mirada, y que se vuelven espejos deformes que proyectan mi lujuria y mis demonios. Yo contesto que para una aficionada a la imagen, ver al demonio es, apenas, conclusión previsible. Para San Agustín los espejos eran metáfora de sabiduría divina, se dijo que sus libros eran confesiones, espejos que reflejaban la perfección y la deformidad. Tú sabes bien que el alma como espejo refleja por momentos a Dios y a Satanás. Díada mágica y aterradora. Pregunto sin certeza si ¿soy una mirada o tan sólo su huella, su sombra , su espéculo? Me digo todo esto con un pie en el espejo, o en la pantalla, o en la fantasía y otro en lo que llaman vida verdadera, realidad. Soy dual y mitigo las fronteras. Satanás, me dijo una voz secreta, es el más apto trabajando los metales y, por tanto, creador iracundo de espejos. Será que por su culpa nos miramos hurgando entre palabras para comprender la sinrazón que nos refleja, realmente no lo sé. Cuando volví del valle de los espejos me encontré contigo y me miré en tus ojos. Tú insistes en que vivimos una fantasía y sí, somos figuras espectrales pero tal vez, como pensó Shakespeare en Hamlet, el espejo es símbolo de enfrentarse con la verdad. Y por tanto, a partir de ti me especulo, claro, sin albur y sin certeza. Me miro desde arriba, desde la altura de tus ojos y me espío. Me descubro no sólo cautiva como sugeriste en un cuento, sino cautivada, subyugada bajo el mando de tu mirada. No, no confundas con sumisión lo que es artilugio de seducción. Eres un espejo que fascina, por el que me dejo guiar. Camino hacia ti encantada por la música con la que me convocas, con tus palabras que son un hechizo. Aquella tarde que te propuse hacer el amor o tener sexo desaforado, corría un gran riesgo, tú lo sabías y por eso te negabas. También porque eras un enamorado bajo presión, cediste. Me reconozco insistente, incluso obsesiva. No sé como pasó, tal vez fue mi fijación con los espejos, o quizás el hechizo de tu mirada, pero mientras me penetrabas con el cuerpo lo hiciste también con el ojo derecho, arriesgo a pensar que lo hiciste para que no profiriera más secretos. Como en trance, saliste de un cuarto de hotel, corriste al trabajo con el afán de no dejar rastro. Sin saber bien qué había pasado, ni siquiera notaste mi ausencia. Es hasta hoy que escribes estas líneas que te percatas de mi voz que dicta estas letras y que tú escribes con la siniestra. No soy uno sino dos, escribes enfático al confesar sobre papel la dolorosa historia de la cautiva que se quedó presa de tu mirada. Te llevo dentro anotas como final, y aturdido, me ruegas silencio, no quieres pensar más, dejas de jugar al piano con el teclado y te diriges a la cama que confronta tu escritorio. Confundido, decides dormir con calma y un espejo como testigo.


 
 
 

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