Adormecidos y medio muertos
- Regina Freyman
- 1 nov 2010
- 4 Min. de lectura
A Cristina Rivera Garza por pellizcarme.

En mi país a la violencia se normaliza, los medios la sensacionalizan, la ficción lo ficcionaliza y la muerte ya no asusta a nadie. Ya no quiero mirar, me digo a diario cuando las notas de una guerra en que no creo contabiliza muertos y muestra fragmentos de hombres y mujeres secuestrados por la desgracia; son los malos me dice mi hija pequeña para no verme triste pero yo sé que no es cierto porque el cuento de mi país no es el de las maravillas y los buenos y los malos se extinguieron hace tiempo cuando todavía teníamos televisión en Blanco y Negro.
Evado leer las notas de la inseguridad, las estadísticas ficticias, las declaraciones simplistas; no pude terminar de ver la película El Infierno y es que me he quedado sin palabras, México me duele a diario.
Pertenezco a un grupo de mexicanos encapsulados, que se perciben, sin fundamento, inmunes, simples testigos de la muerte que desfila en la pantalla de un tráfico de drogas, influencias, armas y tragedias que circulan bajo la mesa y, aparentemente, no nos tocan. Muchos encapsulados ni si quiera lo cree, no es que lo duden, es que sus vidas cotidianas se han deprimido y ya no sienten. Se habla de número de muertos a los que se despoja de nombre porque se volvieron nota y ya no son persona, porque se cree que están lejos y ya no hay forma de denuncia, de lamento. Acostúmbrate, parece decir el viento y nos volvemos niños quejosos, sonámbulos desentendidos que van de allá para acá sintiendo una herida que se ensancha pero se entume.
Me duele México y no he perdido a un hijo, me duele México y no me han secuestrado, me duele México y no soy del Norte, me duele México y ya no puedo callarme, me duele México y ya no puedo mirar de lado.
Me duele México porque tengo la esperanza agonizante, soy una hija de la crisis y comienzo a acostumbrarme. Desde que yo nací la plegaria gira en torno de la imposibilidad, del Carnaval, de tener certeza de que nada cambiará, de hacer de todo ello un chiste, un espectáculo, una tragedia, de navegar en la desconfianza por principio y la corrupción como asidero. No quiero denunciar a nadie y no es por miedo, no quiero exigir nada porque no tengo derecho.
Quiero llorar mi duelo y despertar un poco del sonambulismo que a mí ya no me engaña. No soy paladín de la justicia y como digna hija de mi tiempo he creído siempre que las salvaciones son individuales y rehuyo los grupos sociales, odio a los idealistas, descreo de los radicales pero me he convencido que aquí nadie se salva. Me he cansado de culpar políticos, de hurgar la historia por respuesta, de maldecir mi suerte, una sola alternativa queda aunque no quiera, mirar hacia adelante porque sino me caigo, compartir mi dolor para que fluya, contar mi simple historia para que otros cuenten también, para que conste que nadie se salva porque no encuentro proyecto y mi país me duele y tengo derecho al menos a despertar y a denunciar mi propio duelo. A dar nombre a los muertos que no son cifra y a enseñar a mis hijas a que, si no nos salvamos, al menos, no nos haremos los disimulados.
Llevo dos días de escuchar en conferencias que remiten a nuestra realidad, a dos escritoras que mediante la palabra intentan no olvidar. Llevo meses de escuchar la tristeza de un amigo que vivió tiempos mejores y por eso se atreve a llorar con fuerza. Llevo varios años de ser testigo del desconsuelo de mi padre, y la angustia de mi madre, me siento culpable de sentir tan poco y de haberme acostumbrado. Me siento perdida al escuchar a mis alumnos regodearse ante narcocorridos, decir de broma o en serio que las únicas profesiones con futuro son las de político o narcotraficante. Me entristece pensar en un mundo que se jacta de tener opciones y se escapa en individualismos virtuales, en expresiones de menos de 140 caracteres.
Temo que mis hijas y mis alumnos ya no sientan, sospecho que muchos de ellos ya no distinguen el suceso de la anécdota y, aunque parezca iluso, atento, al menos con mis palabras de rogar, aullar entre vocales, pellizcarme la epidermis para despertar y reconocer a Mexico que, ante su bicentenario, en un cumpleaños triste festeja y por qué no, pero también llora y tiene motivos.
Estoy cansada de oír alabanzas sobre los logros de Colombia, la suerte de Brasil o la salvación que llegará de fuera. Estoy cansada de creer pero me rehuso a claudicar. Sé que desde hoy portaré un nombre y contaré su historia, usaré lo único que un mexicano encapsulado tiene para expresarse en bola, mi red social, y, sí me lo prestan, este espacio. También usaré mi clase y la sobremesa de mi casa para aclararle a quien quiera pellizcarse tantito que los 18,000 muertos no son un uno, un ocho y varios ceros a la derecha y menos a la izquierda, detrás de ellos hay una vida, una sobre mesa, una esperanza perdida.
Estoy segura de que perderé amigos, aquellos que quieren seguir dormidos y tienen derecho. Es muy probable que me tilden de demagoga y hasta de loca, pero eso no me incomoda.
Hoy que es día de muertos lloro por mi paisanos que no son buenos o malos, son mexicanos, me lamento por mi país que me duele, me lamento porque no hemos sabido responder ante el duelo de un México adormecido y medio muerto.
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